poemas de amor Crazzy Writer's notebook: Deseo de la Infancia

10/9/10

Deseo de la Infancia

Tumbado en mi cama intento dormir, pero sin llegar a  conseguirlo… demasiadas cosas en la cabeza me impedían conciliar el sueño. Por fin… tras dieciséis años esperando llegó el momento… ya lo tengo. Parece mentira que un simple trozo de plástico, con las medidas del número áureo, tenga tanto valor para unos y tan poco para otros. Juego con la tarjetita de marras, por algún motivo estoy nervioso pero no consigo hallar la fuente de esta sensación. Miro el reloj que está descansando en mi mesilla de noche, las cuatro de la mañana, y por el ruido rítmico que suena al otro lado de la ventana es fácil pensar que estará lloviendo… pero dentro no se oye nada fuera de lo extraño, mis padres y mi hermano están durmiendo. Buena señal. Me levanto con cuidado y cojo la ropa que deje encima de la silla… me visto con cuidado, me deslizo como un jaguar hasta la habitación de mis padres, en busca del tesoro mejor guardado. Unas llaves… las llaves… esas llaves. Cruzo la habitación de mis padres, los ronquidos de mi padre ahogan mis pisadas. Echo un vistazo a la mesilla y las veo, esperando a ser cogidas… con ellas se pueden abrir las puertas del cielo. Las cojo con un hábil movimiento de muñeca. Con las deportivas en la otra mano. Hago la recolecta de las cosas imprescindibles: cartera para guardar la licencia y el dinero para el desayuno.

 -Hoy invito-. me digo a mi mismo.

Las llaves para cerrar la puerta, el paraguas, y…

- ¿cojo el teléfono? Bah, paso de estar localizable, este momento será solo nuestro–. Una sonrisa se me dibuja en el rostro. … Y este CD que grabe por la mañana.

Cerramos la puerta con suavidad para no despertar a nadie. Bajamos por las escaleras para no hacer ruido con el ascensor. Trece pisos… Cuarenta metros de altura… Muchos escalones de por medio, pero me da igual un precio asumible si lo comparamos con la recompensa que aguarda tras el portal.
 
Una vez en el portal me pongo los playeros, y me dirijo a cumplir el sueño de mi infancia. Jugueteo con las llaves de camino al coche. No es gran cosa pero me da igual. El Toyota Corolla de mi madre se muestra ahora inmenso. Aprieto el mágico botón de “unlock”. El me responde con un guiño abriendo sus puertas… me corre el sudor por todo el cuerpo a pesar de que el termómetro marca doce grados y está lloviendo. Cierro el paraguas y lo meto detrás. Yo me siento al volante… una sensación extraña me embarga... mezcla de felicidad y poder. Meto el contacto y giro la llave… el motor se pone en marcha, el panel de instrumentos se ilumina, números blancos y agujas rojas. Introduzco el Cd en el lector y espero a que comience a leer las pistas… suenan por el magnífico equipo de sonido (lo único bueno del coche, en mi opinión), salgo del aparcamiento con suavidad y me detengo en el semáforo, por el retrovisor entra un fogonazo del coche que está detrás (¡las luces!, traduciendo). Dicho y hecho, accionamos la palanca en cuestión y dos círculos blancos aparecen abriéndome el camino entre las tinieblas de la fría noche. El reloj del coche marca las cinco y media de la mañana, el sol comienza a dar señales de vida por el este. ¿Ahora qué hago? Son las cinco y pico de la mañana y la gente está durmiendo a estas horas. El semáforo cambia a verde y piso el acelerador suavemente, las agujas suben lentamente. Dos mil RPM indica el cambio a una marcha superior, embragamos, metemos segunda y volvemos a acelerar. La intermitencia suena con su chivato verde en el panel, giramos y nos dirigimos por el Arco de ladrillo sin prisa y sin rumbo. Ante mi mirada aparecen un montón de luces verdes que se pierden en el horizonte, con su correspondiente reflejo en el pavimento mojado. Los limpiaparabrisas están funcionando rítmicamente, las señalizaciones se acumulan ante mí, indicándome lo que he de hacer. La aguja del cuenta kilómetros marca cincuenta justos. Llegamos a la primera intersección: Izquierda, dirección al paseo zorrilla, con dirección al estadio José Zorrilla. Derecha, el parque “campo grande” con dirección a la calle de la merced, donde termine el curso en Junio. Dejo la decisión en manos del subconsciente que inicia la maniobra de giro a la derecha, me pregunto que le habrá hecho tomar esa dirección, pero yo sigo conduciendo… disfrutando de tener mi licencia de conducir. El tráfico es muy escaso dado la hora, hasta el momento solo me he topado con dos coches de limpieza y cuatro vehículos civiles. Estoy llegando a un cruce con el semáforo en rojo. Piso el pedal de freno y las luces rojas se encienden tras de mí. Intermitencia a la izquierda, ahora suena la canción de Ludacris “Act a fool”, una nueva sensación comienza a invadirme a la vez que suena la canción en mi cabeza, una que no se puede describir, tan solo sentir dentro del cuerpo en el “musculo del amor” (no para todos). El semáforo cambia verde y vuelvo a pisar el pedal pero lo piso demasiado y el coche sale embalado por lo que le suelto, esta maniobra trajo como consecuencia una salida violenta. Tras un callejeo de unos minutos estaba esperando de nuevo en un semáforo de la plaza de la circular, y un montón de recuerdos comienzan a invadir mi cabeza, el semáforo cambia pero sigo en mis recuerdos, alguien pita a mis espaldas sacándome de aquel mar en el que me hallaba sumergido. Arranco de nuevo y estaciono el coche en un sitio que parecía estar esperando a que yo lo ocupara. Detengo mi Toyota paralelo a la puerta del conductor del coche parado a mí derecha e indico que voy a estacionar, introduzco la marcha atrás, las luces blancas traseras iluminan el camino. Comienzo a girar a la derecha y dejo caer el coche suavemente y comienzo a cambiar la dirección a la izquierda. Piso el freno, compruebo los retrovisores, estoy a dos dedos de tocar al coche de atrás, vuelvo a meter primera y giro el volante a la derecha hasta el tope y suelto el embrague un poco dejando el coche perfectamente aparcado. En frente del portal número 15 de la calle la Merced, pero no miro precisamente ese portal, sino por el retrovisor. Se ve el que por algún motivo es el verdadero destino. En mi pecho siento un fuerte palpitar un sudor frio me recorre toda la espalda dejando una sensación extraña tras de sí. Me apeo de mi caballo, decido dar una vuelta por la zona. Nada cambio desde entonces, el instituto sigue de aquel color verde cantón. Los bares de los alrededores donde los profes se cobijaban en los recreos huyendo de nosotros, ahora están cerrados pero poco a poco irán cobrando vida. Más adelante una tienda de detalles, otra de deportes y después los soportales con el bar preferido de algunos de mis compañeros y a tres pasos más la tienda donde solía pasarme algunos recreos, contemplando e imaginando las piezas que en ella se exhibían. Escapes, llantas, luces y accesorios, la delicia de cualquier adolescente con ganas de lucir un bólido que no tiene. Exprimiendo a altas revoluciones el motor del coche, sentir el fluir de la adrenalina, oxido nitroso del cuerpo humano, mientras las agujas superan los números más altos de las esferas del panel. La recta que ante ti se extiende es brutal. Te habla, te pide que aceleres más… pero el timbre del instituto te devolvía al mundo real.

Miro el reloj, son las siete menos veinticinco, el tiempo es eterno y puñetero, no transcurre cuando le necesitas… pero vuela cuando deseas que se pare. Casi nadie está en la calle, muchos seguro que duermen a estas horas del Sábado. Yo y mi impaciencia. Mientras regreso al coche, me cuestiono mis acciones. “Sabes que has venido aquí por ella, pero te fallaron dos cosas; primera, la hora. No se puede venir a las seis y media para que ella vea que por fin tienes el dichoso permiso y mas cuando ella lo sacó antes que tú. Y la segunda, no te habla desde ni se sabe el tiempo, tan solo el “hola” y “adiós” de cortesía y… no siempre, por lo que las probabilidades de que lo haga ahora son nulas. "Y la conclusión que sale de esto es que has perdido el tiempo y el juicio” dice la vocecita de la conciencia, a la que tan pocas veces he escuchado. Ya en el coche, hecho un último vistazo por el retrovisor… y lo veo, seguramente por última vez, el portal en el que una vez me colé para dejar una nota de mejora. Arranco el motor y comienza a sonar otra canción “Miami” una canción para mi melancólica, y no sé el por qué. “Von boalaje” suena en mi cabeza antes de salir del aparcamiento. Ahora me pongo en camino hacia otra posible parada. Salgo en dirección Plaza Circular, recorro la calle de Juan Carlos I hasta la salida del hospital nuevo Rio Ortega, después de un par de semáforos se extiende la autovía Valladolid- Segovia. Un semáforo en rojo frena mi avance. Luz verde y arranco. El coche se pone a sesenta en primera marcha. Cambio a tercera y la velocidad aumenta lenta pero constante. Noventa… cien… ciento diez… ciento veinte. Me fijo pero me da igual… excedo el límite en cuarenta kilómetros… pero bueno... estoy adelantando a un furgón, y cuando antes mejor. Tras dejar una distancia prudente de seguridad me vuelvo a colocar a ochenta, será un viaje largo.

Los catadióptricos de la carretera pasan por mi ventanilla a toda velocidad, a pesar de que está amaneciendo llevo las luces encendidas. La mezcla de los colores en el lienzo del cielo es muy hermosa, el cielo cambie del negro al azul, pasando por combinaciones de amarillos… naranjas… rojos… lilas…y morados. Te das cuenta de que te hipnotizan, esa belleza natural. Pero sabes que vas conduciendo y ya no vas a ochenta sino a cien y sigues subiendo. Algunos coches te pasan por la izquierda dejando tras de sí una estela en el aire que han roto para pasar. Sientes la onda que se provoca al romper la masa de aire que nos envuelve, en la dirección también se hacen notar las irregularidades de la carretera. “Las suspensiones son muy duras, yo que tú las ablandarían para que se notaran menos los baches” le había dicho a mi padre en incontables ocasiones. Faltan pocos minutos para las ocho y media, y faltan todavía más de tres horas para llegar a mi destino, y también será demasiado temprano. Ayer cuando fui a recoger la licencia a eso de las siete de la tarde me sentía como un niño en navidad. Cuando me la entregaron fui durante unos segundos el hombre más feliz que estaba sobre la Tierra. A penas pasadas doce horas de la entrega, estaba realizando el deseo de toda mi vida… pero no sentía nada… era como un Terminator, hacer por hacer. Sin sentir ningún placer ni ningún otro sentimiento. La adrenalina fluía por mi cuerpo, pero sin hacer ningún efecto. Pasaba por el panel informativo de “Portillo (este)”. Creo que mi mente seguía aparcada en el hueco vacio que dejé en la calle de la merced, esperando aquello que jamás ocurriría. En ese instante un camión hacia su brillante aparición por el carril derecho de incorporación a la autovía. Pisé el freno y reduje a cuarta. El motor se dejo escuchar en el habitáculo por encima de la música, ligeramente alta. El camión se metió en el carril. Un camión articulado prominente de unas quince toneladas se cruzaba en mi camino, su velocidad era algo mayor que la mía por lo que no hubo mayor problema. Pasado el letrero informativo de “Camporredondo; Montemayor de pililla; Santiago del arroyo” comenzó a disiparse aquella sensación del hacer por hacer. Esta fue sustituida por una ilusión creciente. El camión seguía delante con su velocidad más o menos constante, pero ya no estaba cómodo encajado en su rebufo, y sumado al cumulo de sensaciones que embargaban mi cabeza, comencé a pisar el acelerador de nuevo. La aguja roja comenzaba a aproximarse a los lujuriosos ciento cuarenta. Intermitencia izquierda parpadeando rítmicamente… último vistazo por los retrovisores. Me lanzo al carril de los rápidos a más de ciento cuarenta dejando el camión camuflado en la línea del horizonte. Después… de vuelta al carril de los lentos y a los ochenta para evitar llamar la atención. Según el reloj del salpicadero, habían pasado treinta minutos desde que deje atrás aquel cartel que señalizaba la entrada a Camporredondo, mi próximo destino Segovia, donde pararía a desayunar y alimentar a los ciento diez caballos que tiran con ímpetu del coche, al que según mis cálculos tardaría algo menos de cincuenta minutos. Yo ya tenía asumido que meterme en un trayecto de más de doscientos kilómetros con un límite de velocidad de ochenta seria eterno, pero precisamente por ser eterno lo estaba haciendo, ¿no os parece una buena forma de estrenar el permiso de conducir?

Había dejado la autovía para adentrarme en un tramo de carretera, donde las vistas eran más que preciosas. Las montañas a mi izquierda bañadas por el sol mañanero y a las doce una bajada que dejaba ver infinidad de cañones formados por el paso del tiempo y finalmente a la derecha estaba Segovia con su acueducto a la vista. Otro letrero informativo avisaba de la salida hacia la “SG-20” por lo que me preparé para salir de la carretera y dirigirme a la ciudad. Tarde relativamente poco en llegar a la ciudad. Pero encontrar una gasolinera fue alfo más complicado. Finalmente tras preguntar un par de veces conseguí llegar a una gasolinera. Deje el coche enfrente del surtidor y quite el contacto. Según bajaba del coche una chica vestida con el mono de la gasolinera me pregunto por el tipo de gasolina, y la respuesta se hizo de rogar un rato y no sabía exactamente el motivo… (Mentira)… había dos razones, uno no tenía ni idea de la gasolina que llevaba y dos estaba completamente en blanco… mi primera vez y en blanco como un folio sin escritura. Le mostré la mejor de mis sonrisas y echo mano del manual de los papeles del coche, donde se suponía que venían los datos del coche. Tras una rápida mirada encontré lo que buscaba “sin plomo 95” la respuesta a esa pregunta. Seguro que era la primera vez que veía algo así, tener que buscar que gasolina usa el coche. Dejó la manguera enchufada mientras yo iba a la tienda a pagar la gasolina y comprar el periódico. Después fui a una cafetería que daba unas vistas muy bonitas del acueducto. Cuarenta minutos fue el tiempo que estuve en la ciudad, me reincorpore a la autovía dirección Madrid. No tarde mucho en toparme con el peaje donde debías recoger una tarjeta para certificar la entrada en la autovía de pago. Llevaba ya cerca de dos horas desde que salí de Valladolid. Podía observar el Sistema Central, cadena montañosa que parte la península en dos. Una señal avisaba de la proximidad del peaje, y después del túnel tendría que circular por las monstruosas autovías madrileñas. Tres y cuatro carriles, repletos de coches que se dirigen a trabajar, todos malhumorados y cansados de la rutina de la semana, (siendo una rutina la misma mierda pero en diferentes días).

En el peaje los dos carriles de la autovía se ensanchaban hasta convertirse en doce o trece carriles con el único fin de cobrar mejor a los usuarios de la autopista. No había mucha gente, el reloj marcaba algo menos de las diez de la mañana, pero no había un tráfico excesivo. Pasado el peaje las montañas flanqueaban la autopista. Al llegar al medio kilometro la boca del túnel de Guadarrama se habría ante mis ojos, precedido por un montón de semáforos en verde. Tres kilómetros a través de la montaña, las luces anaranjadas se reducían en número cuanto más me adentraba en el túnel. Ahora la “L” con el fondo verde refractante se veía mejor, por lo que evitaría que algún listillo me fuera empujando desde atrás porque no iba a su velocidad. (Pero si os digo la verdad la “L” solo esta de adorno, porque se siguen pegando a ti, te siguen pitando cuando vas a ochenta, pero si te pillan sin ella te la cargas). La salida del túnel se comienza a intuir en el horizonte, después del túnel llega el laberintico entramado de carreteras madrileñas, y eso que he hecho este recorrido miles de veces, aunque sentado en la parte trasera del coche. Pasamos por el cartel que da la bienvenida a los viajantes, y ante ti cuatro carriles, por lo que tú, vehículo con el límite a ochenta, debes ocupar el de la derecha (el carril más peligroso, ya que a él se incorporan todo los coches procedentes de los pueblos dormitorios). Me queda como mínimo una hora y pico para llegar a mi destino final, y son más de las diez y media. Una bajada después una recta te incita a ponerte a tope, pero los radares están siempre al acecho de las tentaciones de los noveles, por lo que solo te puedes poner a ciento veinte, que no es poco. Una señal indica bandas sonoras, unas hendiduras en la carretera para evitar a los dormilones, pero lo que consiguen son sustos mortales, y nunca mejor dicho (una mediana de hormigón a ciento veinte, puede resultar un aperitivo un tanto… indigesto a esta hora de la mañana, ¿no creéis?). Y antes del cero coma estas pasando sobre ellas con un ruido atronador de los neumáticos y unas vibraciones tremendas en la dirección, (un masaje para las manos, pero como no lleves el volante con firmeza… ya puedes rezar). Veinte minutos después de las bandas sonoras, te acercas a una serie de curvas con un peralte extraño que debes tomar a una velocidad moderada si no quieres acabar como una calcomanía en el guarda raíl. Un cartel informativo te indica el desvío hacia la M-30, un túnel que se asemeja más al laberinto del mino tauro que a una autovía del siglo XXI, enciendes la intermitencia derecha y viras de forma delicada, por el carril adicional. La M-30, se abre ante ti como un hueco en el suelo madrileño que absorbe todo el tráfico de entrada y escupe el de salida. Tu mirada se agudiza más, por necesidad, ahora has de estar pendiente de los letreritos diminutos que te indican las salidas y de los demás conductores. El límite es de sesenta porque hay algún tramo con alguna laguna, por lo que se puede deducir que ha llovido por la noche con ciertas ganas. Vagamos junto a una marea de coches por el famoso túnel hasta que veo la luz, la salida de “pirámides”, indicamos la maniobra y esperas a que algún conductor benevolente te deje salir del carril en el que estas para llegar a esa ansiada salida.

Una vez en la superficie, bendita superficie, circulo por las calles del Madrid como uno más, la ley de la jungla se impone una vez más, los autobuses como abultan unas cuantas veces mi toyotita hay que dejarles prioridad si quieres seguir de una pieza. Llego a la Plaza Elíptica, lugar donde solía pasear de pequeño. Subo por la venida de oporto hasta el camino viejo. El semáforo en rojo me entretiene un poco más (claro… como solo me ha llevado tres horas y pico el llegar hasta aquí, qué más da esperar un rato más). Impaciente espero la luz verde, nunca se me había hecho tan larga la espera de un semáforo. Comienzo a acelerar el motor. El coche roba centímetros a la línea blanca que limita la parada de la multa. Por fin cambia a verde y salgo con desdén de aquella infernal parada. El camino viejo ha cambiado mucho en cuanto a tiendas, pero en cuanto al tráfico sigue igual o peor. Eso es la calle sin ley, cada uno hace lo que le sale de los… pies, sin importar el resto de conductores (dirección obligatoria a la derecha… a la izquierda pues; Dirección prohibida… si bueno… porque tú lo digas; Un vado… pues aquí aparco… y si llamas a grúa no te hago ni caso). Lo mejor en esa calle es ponerte detrás de un autobús, así el se abre paso y tú te aprovechas. Llego al destino final de mi viaje. Entro y dada la hora tengo un par de sitios para aparcar. Y como es obvio cojo el que más a la vista queda, con el fin de que mis abuelos vean el Toyota, que cuidadosamente he levantado a mi madre (pero con un fin más que justificado, además el coche esta impoluto). Pito un par de veces, y del coche sale el característico sonido del claxon (que suena como si estuvieras estrangulando a un pato, pobrecito que habrá echo).

Después se salir del coche, pulso el interfono y después de esperar un corto espacio de tiempo (que se me antojo una eternidad) la voz me mi quería abuela suena por el interfono. Y como no… uno está de buen humor… con una voz alegre y sonora contesta… - soy yo… asómate a la ventana del pasillo -. Tu abuela con aire de incredulidad simplemente cuelga y con no ves nada que se asoma a la puerta, lo vuelves a intentar. Esta vez dices (con cierto fastidio al estropear la sorpresa) – que soy Miguel Ángel tu querido nieto… que ha venido a verte, abre. Si no me crees asómate a la ventana del pasillo- Ahora cuelga y a los pocos segundos una cabeza asoma por la tercera ventana del edificio, se suelta una gran exclamación de sorpresa e incredulidad. Después de los típicos saludos de los abuelos, y decirte, finamente, que estar como una regadera… loco de atar… y demás… te obligan de algún modo, a llamar a casa más que nada para que no se preocupen y que sepan tus padres donde estas. (Claro que no están preocupados, abuela. Veamos he cogido el coche a las cinco de la mañana… quince horas después de tener el permiso he venido a Madrid sin decir una palabra a nadie y además he dejado el móvil en casa. Creo que ahora es un buen momento para encomendarme a la colección de vírgenes de mi abuela y rezar para que no me pase nada, mi madre estará que se sube por las paredes… como el accidente de la rueda de Londres, que fue la última en enterarse). El teléfono comienza a sonar… uno… dos… tres… y al cuarto pitido la voz de mi padre suena por el auricular... (Veamos… “hola papá… mira que he cogido el Toyota y estoy en Madrid, en casa de los abuelos...” Si yo creo que es muy propio… y en cuanto llegue allí me despido de volver a conducir) – Hola papá - … … - estoy en Madrid, quería estrenar el permiso y como no sabía dónde ir pues dije por aquí y he aparecido en Madrid, ji ji ji… - ¡… …! – Estaré en casa a la hora de la cena - … … - iré despacio no hay prisa. Una cosa, no se lo digas a mamá - … - dila… SI pregunta, que estoy con Ainhoa, Ángel, Mario y los demás en Salamanca. Hasta luego–.
Bueno ya sabes que no lo hará… pero bueno, disfruta lo que te queda porque cuando estés en casa, mamá te colgará…



FiN

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