poemas de amor Crazzy Writer's notebook: 2010

11/12/10

¿dudas? (parte 3)

Mi mente comenzó a recordar momentos de mi vida sin motivos aparentes, aparecían de forma aleatoria, acompañadas por una voz femenina que de vez en vez se dejaba escuchar penetrante por toda mi cabeza.
Aparecí en un recuerdo que según la voz se fechaba en un día de Junio siete años atrás, es decir, cuando teníamos once años. Estaba en el autobús, circulábamos por la autovía con dirección a Madrid, y ella estaba en el asiento contiguo, mirándome con sus ojos color miel. Yo estaba entretenido viendo como un Audi nos pasaba como una exhalación por el carril de la izquierda. Pero ahora, como si aquella voz misteriosa hubiera subido el volumen de un televisor, las palabras que salían de su boca sonaron por encima de los ruidos de alrededor. “Somos algo más que buenos amigos”. Después de eso ella se apoyó en mi brazo y lo acarició. Mi respuesta fue de una total indiferencia. Me volví hacia la ventana y continué mirando al paisaje. Pero esa frase continuó resonando en el aire, siniestra. Después esa imagen se fue desvaneciendo para ir a parar a otro momento, al parecer más reciente. Según mi guía fue en el campamento de verano al que fuimos hacia cuatro años donde al parecer también había algo relevante para ayudarme en aquella situación. Ahora estábamos en la piscina de un pueblo perdido en algún punto de la costa del levante. Por la cantidad de papeles que había a nuestro alrededor acabábamos de comer y debíamos esperar a que hiciera la digestión para volver a la piscina. Estábamos pendientes de la hora para volver a la piscina y seguir con el partido. Ese año los chicos estábamos en menoría frente a las chicas y nos estaban ganando. Hasta la hora del regreso al agua, algunas mentes privilegiadas abrimos un “taller de masajes”, que tuvo cierto éxito. Entonces ella se acercó y al oído me susurro, “me gustaría que me dieras un masaje, que dicen que les das muy bien” y al igual que sus palabras en el autobús, quedaron resonantes en mi cabeza. Pero la escena no quedo ahí. A la noche, cuando regresamos al albergue donde pasábamos las mañanas haciendo actividades diversas, las chicas que compartían habitación con nosotros se despedían de nosotros con un par de besos, como hacen siempre, pero ella… pasó de las dos mejillas y decidió ir a un punto más central. Esa imagen la vi repetida unas cuantas veces, y para más énfasis la misteriosa voz la comentaba una y otra vez.
Parecía que las dudas se iban diluyendo lentamente, dando la razón por una vez al señor Hyde pero todavía quedaban algunas cosas que pulir, y mi guía lo sabía por lo que nos trasladó a otro recuerdo, esta vez más reciente. Ahora estábamos en la habitación de un hotelito, el paisaje era todo lo contrario al del recuerdo anterior. La ventana de nuestra habitación, mía y de otros cuatro chicos más, daba a una calle empedrada llena de tiendas. No tarde mucho en ubicarme, la excursión de fin de curso a Italia, a la cual habíamos ido un selecto grupo de diez alumnos, cinco y cinco acompañados por dos profesoras. Faltaban tres días para regresar a España y bueno ante la idea de recogernos a las doce, todos nos reuníamos en una habitación y jugábamos a las cartas hasta las dos o así y para volver a las habitaciones lo hacíamos en grupos pequeños y en caso de encontrar alguna amenaza avisaban al resto que faltaban por regresar. Pues bien, esa noche uno de los dueños del albergue decidió pasear por los pasillos y vio al grupo de las tres chicas que regresaban, se libraron poniendo la excusa de que se perdieron para ir al baño. Y cuando se hubieron encontrado en la seguridad de su habitación dieron un toque para avisar del pequeño encuentro, por lo que las otras dos chicas que faltaban estaban condenadas a pasar la noche con nosotros. Por suerte había una cama más que chicos en la habitación por lo que no fue necesario remedios extraños. Pero a ella se le ocurrió la locura de esperar a que quedara a merced del señor Morfeo para acercarse sigilosa a mi cama y pasar la noche en mi cama. Hasta ahí todo me resultaba nuevo, ya que en ese viaje dormía más profundamente de lo habitual, pero más adelante empecé a comprender cosas que entonces ignoraba por completo. Como la sensación que se apoderó de mi cuando desperté abrazado a ella. El pulso estaba acelerado y seguía ganando velocidad. Mi corazón batía en mi pecho completamente desbocado. Ante aquella situación, la primera reacción fue la de salir con el mayor de los cuidados de la cama, pero el plan fallo cuando comenzó la orquesta de móviles encargada de despertarnos. Ella abrió los ojos lentamente dejando al descubierto aquellos ojos que tanto me gustaban. Profundos. Marrones. Encantadores. Entonces ella miró en rededor y comprobó con fingido asombro su emplazamiento junto a mí. Por lo que recordaba de aquella excursión, ese día no me atreví a hablarla, pero no por enfado, sino porque no sabía que decir ni que hacer. Pero finalmente fue ella la que se disculpo por lanzarse y tomarse aquellas libertades, que en el fondo no terminaban de resultarme desagradables.
La misteriosa voz, que sin duda sabía lo que pasó, con todo detalle, y lo que pasaría, me prometió dejarme tranquilo después de la siguiente… diapositiva. Y sin lugar a dudas esta era más que reciente. El origen de aquella extraña situación .Estaba sentado en el asiento del conductor y ella en el del copiloto, estábamos parados delante de su casa aquella mañana cuando regresamos del pueblo aquel y volví a contemplar el momento comentado desde la omnisciencia de la misteriosa voz que poseía todo control sobre mis pensamientos. Cada movimiento y gesto estaba acompañado por unas breves pero exactas que me recondujeron a la “luz”. Estaba perdido a la deriva en un mar de dudas, que poco a poco se convirtió en un pequeño charco hasta desaparecer por completo. Las dudas habían desaparecido, pero seguía teniendo el problema de reunir lo necesario para contestar a su pregunta. Sus últimas palabras quedaron vibrando en mi cabeza, resonando en cada recodo.

8/11/10

La llamada (parte 2)

Después de aquella escapada la rutina del verano continuaba, es decir, todos los días iba con mi padre al taller a trabajar como un mecánico más. Una mañana mientras estaba en el foso, trabajándome un Mercedes 220C  AMG, el móvil comenzó a vibrar en el bolsillo del mono. Cuando conteste a la llamada y escuche aquella voz, sentí un vuelco en el pecho, las manos me empezaron a sudar y mi voz se hizo más insegura. Sentado en el foso escuche lo que me quería decir desde el día que la deje en casa después de esa escapada. Mi mirada estaba perdida en algún componente del chasis del AMG que me cubría mientras mi mente trataba de asimilar lo que ella me decía. Cuando terminó de hablar mi corazón palpitaba a una velocidad hasta entonces jamás vista y no pude articular palabra. Un silencio se hizo en la línea y un poco después colgué por miedo a contestar. Cuando regresé a casa subí a mi habitación enfadado conmigo mismo. El cabreo era tal que a punto estuve de darme contra las paredes por no haber conseguido reunir el valor suficiente para contestarla. Ella y yo nos conocemos desde pequeños y tenemos un gran historial como amigos, pero siempre sentí algo más por ella que ignoraba que pudiera ser reciproco a un nivel tan superior, pero siempre estaba el riesgo de perder lo que ya teníamos, es decir, si apuestas de forma arriesgada debes estar seguro de ganar y, en caso contrario, a perder una gran cantidad. Aunque me corroía una duda desde el momento en que acordamos aquella escapada. Ambos sabíamos que Dani y Andrea desaparecerían dejándonos solos, sin embargo aceptamos. Y después… en el coche con aquel beso se confirmo lo que intuía en lo más profundo de mi corazón. Pero lo de esta mañana me pilló completamente por sorpresa. Y ahora estaba confuso, por un lado si quería pero por otro era una apuesta que no estaba preparado para asumir. La duda seguía ahí y lo malo es que al no contestarla pensaría que se había lanzado demasiado. Pero ahora necesitaba tiempo para pensar, por mucho que me gustara decir sí, había demasiado en juego como para equivocarse.
En cuanto entré en la habitación apague el teléfono y lo deje en la estantería. Me pasé el resto de la tarde en el ordenador escribiendo que hubiera pasado de haber contestado a esa llamada. Tan solo baje para cenar y después subí de nuevo y seguí escribiendo. Esa noche no pude pegar el ojo pensando en ella, que pensaría de mí. Los días se fueron sucediendo y mi rutina cambio radicalmente, ahora solo salía para trabajar, de forma mecánica y automática mientras mi cabeza le seguía dando vueltas a la cuestión, y para comer. Pasados cuatro atardeceres de aquella llamada que me trastocó entero, mi padre me preguntó el motivo de aquel extraño comportamiento aunque era obvio que sabía el motivo e incluso más.
Sin duda aquel asunto estaba volviéndome completamente loco y las dudas seguían torturándome sin piedad, por la noche y por el día. Pero seguía sin poder reunir el valor para encender el teléfono y marcar su teléfono. Pero esa noche, que como era habitual no podía dormir, me arme de valor y me levanté de la cama. Me puse lo primero que encontré en el armario y cogí las llaves del coche. La casa estaba en tranquila, los rugidos de mi padre denotaban su profundidad de sueño, y por lo que parecía estaba bastante cansado. Mis pasos eran sigilosos. Llevaba los playeros en la mano para no hacer ruido al bajar por las escaleras. Caminaba escondido por la oscuridad de la casa evitando todos los obstáculos con una agilidad que incluso a mi me sorprendió. Cuando estuve en el asiento del conductor comenzó a menguar todo aquel valor que había reunido y el corazón comenzaba a latir más rápido, con el comienzo de los sudores congelados en las manos y la espalda. Sin duda era una señal, pero por primera vez obedecí los impulsos del señor Hyde. El motor arranco en segunda y muy suavemente fui posando el pie en el acelerador. El golf respondió como cabía esperar, su habitual sonido atronador se había quedado en un murmullo sordo. La noche era clara y tranquila. Apenas había trafico por las calles de la ciudad. Mientras conducía escuchaba la conversación que seguía sonando en mi cabeza. Las palabras de aquella conversación con ella estaban grabadas a fuego en el interior de mi cabeza y se repetían una y otra vez. Pero entre estas cavilaciones pude distinguir un rumor en la lejanía que me animaba a seguir. Sin darme cuenta llegue a la calle donde ella vivía. Era increíble, no había sido capaz de responderla por teléfono pero sin embargo estaba parado en su calle. Sin duda hubiera sido el mejor sujeto para Sigmund Freud. Aparque el coche en un lugar cercano a la casa pero lejos de la pobre luz de las farolas. Allí me quede sentado contemplando su casa camuflado en el interior de mi coche, pensando en lo que estaría pensando ella. Los segmentos del reloj señalaban las cuatro menos cuarto. En el coche reinaba un silencio sepulcral, aunque en mi cabeza las hipotéticas conversaciones me seguían atormentando. En la lejanía de la calle, en la casa que miraba, me pareció distinguir una pequeña sombra que se asomaba a la ventana del primer piso. No era difícil imaginar que estaría mirando la calle, escudriñando cada sombra, cada objeto, pensando en si habría hecho bien o había obrado como un piloto Kamikaze de finales de la segunda guerra mundial. En ese momento una extraña sensación me comenzó a invadir, me sentía observado y tenía la certeza que sus ojos marrones miraban en mi dirección. Después de unos eternos minutos esa figura regresó al interior. Mi corazón, acelerado por el subidon de adrenalina que acababa de recorrerme el cuerpo, tardó un rato en regresar a su ritmo normal. Poco a poco Jekyll fue retomando su control poco a poco y con él la razón y la cordura, implicando también una retirada del poco valor que me había arrastrado hasta allí.
Continuaba debatiendo la idea de regresar a casa o continuar allí torturándome sin finalidad. Finalmente la razón se impuso y decidí levantar el sitio. Lo más prudente, dado que según la ley lo que estaba haciendo superaba la línea de lo legal, era salir de allí con los faros apagados y con el mayor sigilo posible. A punto de poner el motor en marcha, dirigí una última mirada a la casa. Alguien estaba saliendo por la puerta principal y caminaba lentamente por la calle del jardín. Al parecer no era el único que padecía trastorno del sueño. No sabía con seguridad quien era, pero mi corazón lo intuía y comenzó a subir las revoluciones de trabajo, con palpitaciones cada vez más fuertes, me quede mirando a la errante figura que se acercaba lentamente en mi dirección. Ahora era una certeza. Sabía que yo estaba ahí. Una idea se dibujo en mi mente con grandes luces, quería la respuesta a su petición, respuesta que no tenia del todo clara y no conteste en su momento. El pánico se empezó a adueñar de mí con una pasmosa rapidez. Mi cabeza invadida por esa sensación aterradora mando un impulso al pie derecho que se tradujo en un pisotón sobre el pedal. El V6 rugió en las sombras y catapultó el coche contra la carretera. El motor pasó silbando al lado de la sombra, convertida en un borrón y posteriormente en un punto en el oscuro horizonte. Ahora, después de haber abandonado la calle de la casa, fui consciente de que había obrado mal por segunda vez aquella noche. Cuando salí de la urbanización  accioné los faros de xenón que de inmediato arrojaron una brillante luz sobre la calle que ante mí se extendía. Una nueva discusión se elevó sobre el ruido del motor. Una discusión entre las dos partes de mi cabeza, la racional y la instintiva.
Cuando llegué a casa, completamente desorientado, me cercioré de que todo estaba como lo había dejado al salir. La casa estaba sumida en su habitual oscuridad, pero todo estaba demasiado tranquilo. Me faltaba algo. Después de estar en completo silencio descubrí que faltaba un sonido que debería salir de la habitación de mi padre, lo que me indicaba que se había levantado. Rápido me descalcé y subí por las escaleras, sigiloso como un jaguar. Cuando entré en la habitación escuche la puerta del baño abrirse y los pesados pasos de mi padre dirigiéndose la habitación. Cuando volví a escuchar aquel sonido que me faltaba al entrar por la puerta, me deje caer en la cama. Maldiciéndome una y otra vez por esa odiosa cobardía que aparecía cuando ella se encontraba cerca de mí, eclipsándome todos los posibles pensamientos. Cuando levanté la cabeza de la almohada, vi los números verdosos que destacaban en la solida negrura de la habitación. Sus segmentos luminosos marcaban las cinco y media de la mañana y no faltaba demasiado para el nuevo amanecer. Abatido, por un coctel de sensaciones que se habría en un amplio abanico, terminé por sumirme en un profundo sueño. Soñando lo que hubiera sucedido si no hubiese salido huyendo como un conejo asustado.

14/10/10

la escapada (parte 1)

Circulábamos por una carretera secundaria entre dos pueblos manchegos. La carretera se extendía ante las dos aureolas azuladas de los faros de xenón. La música maquina emergía de los doce altavoces que con tanto mimo había instalado por el espacioso habitáculo tapizado en blanco.
Los tres ocupantes, repartidos entre el asiento del copiloto y los traseros, miraban extasiados la negrura que nos rodeaba. Un punto luminoso en medio de la nada apareció en el horizonte. Lo que supuse que sería otro vehículo perdido en aquella carretera infinita.
Mantenía la velocidad más o menos fija en ciento diez kilómetros hora. El taquímetro, también modificado, brillaba entre la maraña de haces de neón azul y naranja del techo. El monótono y profundo sonido del motor V6, hacia que Morfeo nos blandiera a su merced a pesar de haber tomado varios Redbull.
Los dos haces del horizontes seguían creciendo hasta convertirse en un borrón en mi mirada. Las pequeñas y escasas señales aparecían cada bastantes kilómetros, por lo que la posibilidad de haberse perdido aumentaban con cada metro que avanzábamos.
Salimos de Ciudad Real mientras el sol se escondía en las montañas del oeste de forma pausada y dando al cielo infinidad de tonalidades que iban desde el amarillo platino pasando por los rosas anaranjados y purpuras hasta quedar sumido finalmente en negro. Todas se mezclaban en un ballet de formas abstractas. El cielo ahora negro, a medida que nos perdíamos en aquel entramado de carreteras prácticamente olvidadas, quedaba salpicado de más y más puntos luminosos de ínfimo tamaño, a cada cual más bonito. Pero aquel momento de relativa calma uno de los ocupantes de la parte posterior alzo la voz para pedir que parara, con el propósito de contemplar el mapa de carreteras. El vehículo se detuvo sin vacilar en una de las cunetas, quedando señalizado por los warning y el resplandor azul que relucía bajo el chasis. El dueño de la petición buscó en el mapa el pueblo que teníamos como destino mientras otro de los ocupantes aprovechaba la parada para perderse en la negrura de la tranquila noche durante un par de minutos. Una vez seguros de que la ruta era correcta y de que el pasajero hubo regresado, reanudamos el viaje.
Mi grado de enfado rayaba ya lo insuperable tras circular por una carretera monótona, larga y abandonada. Mi pie influido por la música, apretó el acelerador hasta lo más profundo, catapultándonos a todos contra nuestros respectivos asientos, seis segundos y la aguja superaba los ciento sesenta. Ahora más concentrado que nunca, olvide todo aquello que no fuera la carretera y lo que se ocultaba en la oscuridad que aquella noche nos brindaba. La copiloto no apartaba sus preciosos ojos marrones de la aguja que subía por los números más  elevados. Ella no se percato de los sentimientos que surgían en los que se supone que era mi corazón, aunque esta no superaba el uno por ciento de la concentración total. En las cabezas de los pasajeros cuyos rostros reflejaban por una expresión de terror, surgía el rezo de que nada surgiera de las cuentas interponiéndose en nuestra trayectoria, pues el resultado podría ser… horrible. Tres minutos después de aquella parada, por fin encontramos el primer atisbo de civilización. Una pequeña burbuja naranja en el horizonte se crecía ante nuestra mirada. Un letrero borroso y desvaído anunciaba el comienzo del diminuto pueblo, ahora sin vida aparente. Las once y media de la noche marcaba el reloj del salpicadero con sus segmentos morados.
Los pasajeros comenzaban a inquietarse en los asientos mientras la copiloto guiaba por el laberintico pueblo con una dulce voz sobrepasando el volumen de las notas despistadas en una sinfonía sin antecedentes. Llegamos a una antigua casa. Era enorme en comparación con las del resto  de la calle y con un encantador estilo rustico.
Aparcado estaba el pequeño delante de la puerta mientras el dueño y sus valientes pasajeros disfrutaban de una gloriosa cena a base de panceta, salchichas, morcilla y hamburguesas, todo hecho con el esmero de la anfitriona en la parrilla de la chimenea y acompañado con una dosis de bebidas varias, muchas de las cuales desinhibían trago a trago el control del Doctor Jekyll sobre Mr. Hyde. Tras la cena, se extrajo de uno de los cajones una enorme maleta metálica, en la que cuidadosamente guardados se encontraban fichas y barajas de póker. Todos se repartieron un valor de mil quinientos en fichas, aunque no eran de jugar con dinero real. Las manos se sucedían, parejas, fulles y tríos aparecían haciendo que las fichas apostadas bailaran de dueño en dueño. En la última mano se arriesgaban todos. Por convenio. Al antojo de las Moiras y el destino que tejieran. Un precioso full de ochos y seises salieron a favor del temerario conductor, llevándose el ansiado montón de fichas por valor de seis mil fichas que después volvió a ser guardado con delicadeza en el maletín acolchado. Después se llenaron los vasos una vez más para jugar a la pirámide, un juego de cartas con la excusa de beber según el capricho de las cartas. Pero esta vez el conductor se quedo fuera de la partida. Sentado en un sillón, plasmando en silencio sepulcral sus pensamientos más insospechados en una pequeña libreta en la que escribía sus preocupaciones para después quemarlas en la chimenea.
Todos mantenían indicios de cordura aunque ella alguno más. Bailaba contorneando su figura a ritmo de pachangueo. Mis ojos lanzaban furtivas miradas, concentrándose en el brillo de sus ojos profundos e intensos. Su lacia melena oscura, moviéndose al son de la melodía que emergía de la mini cadena. Los otros dos después de cenar, jugar a las cartas y bajar las grasas de la cena con el baile, desaparecieron en alguna de las enormes habitaciones de la casa. Dejándonos tanto a ella como a mí sumidos en una extraña e incómoda soledad, solo rota por las canciones que sonaban una tras otra.
El reloj de pared, echo en cobre pulido, marcaba las cuatro menos cuarto de la mañana, y los dos acompañantes seguían sin dar señales de vida. Decidimos pasear por la tranquila villa. La fina lluvia empapaba nuestros rostros, mandando extraños estímulos por todo nuestro sistema nervioso, sin embargo, el pulso se aceleraba con cada paso que nos alejaba de la casa y nos sumía más en la en la eterna oscuridad de la noche manchega. El cielo salteado de infinitos puntos que cambiaban de colores a placer y otros de  fija luz, daban un aspecto mágico a ese improvisado paseo. Los temas de conversación surgían con fluidez y era extraño pues los dos éramos de naturaleza muy tímida. La lluvia se fue animando poco a poco y decidimos volver para sentarnos en el interior del coche iluminados por las palias luces de los neones colocados por el techo.  Su rostro bañado por la lívida luz azul cobró una belleza prácticamente divina, su sonrisa que ahora tenía ligeros matices azulados se me antojaba hipnotizadora, sintiendo una incómoda sensación en lo más profundo, pero no me terminaba de resultar desagradable. Hablamos durante un periodo de tiempo indefinido, perdiendo la noción del tiempo. Ahora el reloj del coche señalaba las siete menos veinte de la mañana, y dado que las nubes se habían tomado un descanso decidimos ir a ver el amanecer.
El coche arrancó con un grave bufido. El sonido que emitía el sistema de escape Akrapovic inundó todo el pueblo, marchamos lentamente hacia un lugar elevado, con el fin de disfrutar de aquel momento con ella. En habitáculo quedo sumido en una atmosfera extraña cuando empezó a sonar la canción de “La isla bonita”. Cuando llegamos al lugar más idóneo el cielo había empezado a mostrarse luminoso. El negro más absoluto y solido fue dando paso lentamente a colores más rojizos. Las nubes que por la noche habían estado haciendo de las suyas se habían teñido de un morado rojizo precioso. Ambos estábamos apoyados en el capó del coche contemplando extasiados aquel lienzo pintado lentamente por el astro rey. Del rojo torno al morado y el horizonte se coloreó de amarillo mientras una bola de fuego se abría paso lentamente entre las nubes que quedaron del día pasado. Finalmente del morado fue apareciendo el azul celeste, y el sol fue ocultado por una masa de nubes que parecían traer agua. Ambos de forma inconsciente nos agarramos de la mano que estaban en un punto neutral entre nosotros. Nuestras miradas… se perdieron en lo más profundo de los ojos del otro estudiando la pupila, ventana del alma al parecer gemelas e incomprendidas. Pero en el interior del habitáculo una vibración acompañada de una canción maquina a toda potencia rompió la magia que nos envolvía. El teléfono seguía reclamando atención nuestra, pero ante la imposibilidad de recuperar la magia de la escena, contesté a la llamada. Los desaparecidos fueron los artífices de aquella inoportuna interrupción. Después de colgar y maldecir, regresamos a la casa, donde esperaba la pareja para darle la sorpresa a la anfitriona y patrocinadora de la escapada. Una pequeña tarta de chocolate reposaba en la mesa de roble macizo con dos números de cera y un par de bolsitas. Después de soplar las velas y varios intentos de foto, me eché en la parte de arriba para recuperar un poco del cansancio que me invadía, aunque no era consciente de ello. Tardaron una hora más o menos en recoger la casa y lavar  los platos. Y cuando acabaron él subió para despertarme del sueño en el que me sumía, repitiendo la experiencia del amanecer. Coloque el sillón donde había estado durmiendo y los dos bajamos. Cogí las llaves y lleve las pocas cosas al coche. Luego los tres ocupantes restantes tomaron posiciones de nuevo y tras poner el motor en marcha abandonamos aquel pueblo hasta la próxima vez que el destino nos llevara allí.
Durante el viaje por aquella carretera a la que había terminado por coger ojeriza, no se hizo tan larga como a la ida, aunque empecé a circular deprisa al poco de dejar atrás el viejo letrero que indicaba el límite del pueblo. La llegada a la gran ciudad suponía el final de aquella aventura, divertida y extraña. Aunque la cosa deparaba otra sorpresa. Después de dejar a la parejita en casa de un familiar de la anfitriona. Circule por las calles de Ciudad Real hasta llegar a la urbanización de ella donde detuve el coche en la puerta de la verja. Su madre la esperaba a la una, y gracias a mi pericia y temeridad al volante llegamos con varios minutos de antelación. Ella me miro con esos ojos marrones intensos y su sonrisa más bonita que jamás había visto, se inclinó ligeramente y me besó en la mejilla. En ese momento, en el que me creí una persona carente de emociones, el corazón me dio un respingo que se hizo notar en todo mí ser. Un tímido rubor tiño nuestras mejillas, más evidentes en mí debido a mi tez pálida pero en ella también era perceptible. Su madre asomó por la puerta en el momento en el que ella cerraba la puerta del coche. Desde el interior alce la mano en ademán de saludo hacia la madre de la chica, la cual me devolvió el saludo y después dirigió una mirada a su hija que irradiaba felicidad. Pero cuando volvió a alzar la mirada el coche había desaparecido de la calle

10/9/10

Deseo de la Infancia

Tumbado en mi cama intento dormir, pero sin llegar a  conseguirlo… demasiadas cosas en la cabeza me impedían conciliar el sueño. Por fin… tras dieciséis años esperando llegó el momento… ya lo tengo. Parece mentira que un simple trozo de plástico, con las medidas del número áureo, tenga tanto valor para unos y tan poco para otros. Juego con la tarjetita de marras, por algún motivo estoy nervioso pero no consigo hallar la fuente de esta sensación. Miro el reloj que está descansando en mi mesilla de noche, las cuatro de la mañana, y por el ruido rítmico que suena al otro lado de la ventana es fácil pensar que estará lloviendo… pero dentro no se oye nada fuera de lo extraño, mis padres y mi hermano están durmiendo. Buena señal. Me levanto con cuidado y cojo la ropa que deje encima de la silla… me visto con cuidado, me deslizo como un jaguar hasta la habitación de mis padres, en busca del tesoro mejor guardado. Unas llaves… las llaves… esas llaves. Cruzo la habitación de mis padres, los ronquidos de mi padre ahogan mis pisadas. Echo un vistazo a la mesilla y las veo, esperando a ser cogidas… con ellas se pueden abrir las puertas del cielo. Las cojo con un hábil movimiento de muñeca. Con las deportivas en la otra mano. Hago la recolecta de las cosas imprescindibles: cartera para guardar la licencia y el dinero para el desayuno.

 -Hoy invito-. me digo a mi mismo.

Las llaves para cerrar la puerta, el paraguas, y…

- ¿cojo el teléfono? Bah, paso de estar localizable, este momento será solo nuestro–. Una sonrisa se me dibuja en el rostro. … Y este CD que grabe por la mañana.

Cerramos la puerta con suavidad para no despertar a nadie. Bajamos por las escaleras para no hacer ruido con el ascensor. Trece pisos… Cuarenta metros de altura… Muchos escalones de por medio, pero me da igual un precio asumible si lo comparamos con la recompensa que aguarda tras el portal.
 
Una vez en el portal me pongo los playeros, y me dirijo a cumplir el sueño de mi infancia. Jugueteo con las llaves de camino al coche. No es gran cosa pero me da igual. El Toyota Corolla de mi madre se muestra ahora inmenso. Aprieto el mágico botón de “unlock”. El me responde con un guiño abriendo sus puertas… me corre el sudor por todo el cuerpo a pesar de que el termómetro marca doce grados y está lloviendo. Cierro el paraguas y lo meto detrás. Yo me siento al volante… una sensación extraña me embarga... mezcla de felicidad y poder. Meto el contacto y giro la llave… el motor se pone en marcha, el panel de instrumentos se ilumina, números blancos y agujas rojas. Introduzco el Cd en el lector y espero a que comience a leer las pistas… suenan por el magnífico equipo de sonido (lo único bueno del coche, en mi opinión), salgo del aparcamiento con suavidad y me detengo en el semáforo, por el retrovisor entra un fogonazo del coche que está detrás (¡las luces!, traduciendo). Dicho y hecho, accionamos la palanca en cuestión y dos círculos blancos aparecen abriéndome el camino entre las tinieblas de la fría noche. El reloj del coche marca las cinco y media de la mañana, el sol comienza a dar señales de vida por el este. ¿Ahora qué hago? Son las cinco y pico de la mañana y la gente está durmiendo a estas horas. El semáforo cambia a verde y piso el acelerador suavemente, las agujas suben lentamente. Dos mil RPM indica el cambio a una marcha superior, embragamos, metemos segunda y volvemos a acelerar. La intermitencia suena con su chivato verde en el panel, giramos y nos dirigimos por el Arco de ladrillo sin prisa y sin rumbo. Ante mi mirada aparecen un montón de luces verdes que se pierden en el horizonte, con su correspondiente reflejo en el pavimento mojado. Los limpiaparabrisas están funcionando rítmicamente, las señalizaciones se acumulan ante mí, indicándome lo que he de hacer. La aguja del cuenta kilómetros marca cincuenta justos. Llegamos a la primera intersección: Izquierda, dirección al paseo zorrilla, con dirección al estadio José Zorrilla. Derecha, el parque “campo grande” con dirección a la calle de la merced, donde termine el curso en Junio. Dejo la decisión en manos del subconsciente que inicia la maniobra de giro a la derecha, me pregunto que le habrá hecho tomar esa dirección, pero yo sigo conduciendo… disfrutando de tener mi licencia de conducir. El tráfico es muy escaso dado la hora, hasta el momento solo me he topado con dos coches de limpieza y cuatro vehículos civiles. Estoy llegando a un cruce con el semáforo en rojo. Piso el pedal de freno y las luces rojas se encienden tras de mí. Intermitencia a la izquierda, ahora suena la canción de Ludacris “Act a fool”, una nueva sensación comienza a invadirme a la vez que suena la canción en mi cabeza, una que no se puede describir, tan solo sentir dentro del cuerpo en el “musculo del amor” (no para todos). El semáforo cambia verde y vuelvo a pisar el pedal pero lo piso demasiado y el coche sale embalado por lo que le suelto, esta maniobra trajo como consecuencia una salida violenta. Tras un callejeo de unos minutos estaba esperando de nuevo en un semáforo de la plaza de la circular, y un montón de recuerdos comienzan a invadir mi cabeza, el semáforo cambia pero sigo en mis recuerdos, alguien pita a mis espaldas sacándome de aquel mar en el que me hallaba sumergido. Arranco de nuevo y estaciono el coche en un sitio que parecía estar esperando a que yo lo ocupara. Detengo mi Toyota paralelo a la puerta del conductor del coche parado a mí derecha e indico que voy a estacionar, introduzco la marcha atrás, las luces blancas traseras iluminan el camino. Comienzo a girar a la derecha y dejo caer el coche suavemente y comienzo a cambiar la dirección a la izquierda. Piso el freno, compruebo los retrovisores, estoy a dos dedos de tocar al coche de atrás, vuelvo a meter primera y giro el volante a la derecha hasta el tope y suelto el embrague un poco dejando el coche perfectamente aparcado. En frente del portal número 15 de la calle la Merced, pero no miro precisamente ese portal, sino por el retrovisor. Se ve el que por algún motivo es el verdadero destino. En mi pecho siento un fuerte palpitar un sudor frio me recorre toda la espalda dejando una sensación extraña tras de sí. Me apeo de mi caballo, decido dar una vuelta por la zona. Nada cambio desde entonces, el instituto sigue de aquel color verde cantón. Los bares de los alrededores donde los profes se cobijaban en los recreos huyendo de nosotros, ahora están cerrados pero poco a poco irán cobrando vida. Más adelante una tienda de detalles, otra de deportes y después los soportales con el bar preferido de algunos de mis compañeros y a tres pasos más la tienda donde solía pasarme algunos recreos, contemplando e imaginando las piezas que en ella se exhibían. Escapes, llantas, luces y accesorios, la delicia de cualquier adolescente con ganas de lucir un bólido que no tiene. Exprimiendo a altas revoluciones el motor del coche, sentir el fluir de la adrenalina, oxido nitroso del cuerpo humano, mientras las agujas superan los números más altos de las esferas del panel. La recta que ante ti se extiende es brutal. Te habla, te pide que aceleres más… pero el timbre del instituto te devolvía al mundo real.

Miro el reloj, son las siete menos veinticinco, el tiempo es eterno y puñetero, no transcurre cuando le necesitas… pero vuela cuando deseas que se pare. Casi nadie está en la calle, muchos seguro que duermen a estas horas del Sábado. Yo y mi impaciencia. Mientras regreso al coche, me cuestiono mis acciones. “Sabes que has venido aquí por ella, pero te fallaron dos cosas; primera, la hora. No se puede venir a las seis y media para que ella vea que por fin tienes el dichoso permiso y mas cuando ella lo sacó antes que tú. Y la segunda, no te habla desde ni se sabe el tiempo, tan solo el “hola” y “adiós” de cortesía y… no siempre, por lo que las probabilidades de que lo haga ahora son nulas. "Y la conclusión que sale de esto es que has perdido el tiempo y el juicio” dice la vocecita de la conciencia, a la que tan pocas veces he escuchado. Ya en el coche, hecho un último vistazo por el retrovisor… y lo veo, seguramente por última vez, el portal en el que una vez me colé para dejar una nota de mejora. Arranco el motor y comienza a sonar otra canción “Miami” una canción para mi melancólica, y no sé el por qué. “Von boalaje” suena en mi cabeza antes de salir del aparcamiento. Ahora me pongo en camino hacia otra posible parada. Salgo en dirección Plaza Circular, recorro la calle de Juan Carlos I hasta la salida del hospital nuevo Rio Ortega, después de un par de semáforos se extiende la autovía Valladolid- Segovia. Un semáforo en rojo frena mi avance. Luz verde y arranco. El coche se pone a sesenta en primera marcha. Cambio a tercera y la velocidad aumenta lenta pero constante. Noventa… cien… ciento diez… ciento veinte. Me fijo pero me da igual… excedo el límite en cuarenta kilómetros… pero bueno... estoy adelantando a un furgón, y cuando antes mejor. Tras dejar una distancia prudente de seguridad me vuelvo a colocar a ochenta, será un viaje largo.

Los catadióptricos de la carretera pasan por mi ventanilla a toda velocidad, a pesar de que está amaneciendo llevo las luces encendidas. La mezcla de los colores en el lienzo del cielo es muy hermosa, el cielo cambie del negro al azul, pasando por combinaciones de amarillos… naranjas… rojos… lilas…y morados. Te das cuenta de que te hipnotizan, esa belleza natural. Pero sabes que vas conduciendo y ya no vas a ochenta sino a cien y sigues subiendo. Algunos coches te pasan por la izquierda dejando tras de sí una estela en el aire que han roto para pasar. Sientes la onda que se provoca al romper la masa de aire que nos envuelve, en la dirección también se hacen notar las irregularidades de la carretera. “Las suspensiones son muy duras, yo que tú las ablandarían para que se notaran menos los baches” le había dicho a mi padre en incontables ocasiones. Faltan pocos minutos para las ocho y media, y faltan todavía más de tres horas para llegar a mi destino, y también será demasiado temprano. Ayer cuando fui a recoger la licencia a eso de las siete de la tarde me sentía como un niño en navidad. Cuando me la entregaron fui durante unos segundos el hombre más feliz que estaba sobre la Tierra. A penas pasadas doce horas de la entrega, estaba realizando el deseo de toda mi vida… pero no sentía nada… era como un Terminator, hacer por hacer. Sin sentir ningún placer ni ningún otro sentimiento. La adrenalina fluía por mi cuerpo, pero sin hacer ningún efecto. Pasaba por el panel informativo de “Portillo (este)”. Creo que mi mente seguía aparcada en el hueco vacio que dejé en la calle de la merced, esperando aquello que jamás ocurriría. En ese instante un camión hacia su brillante aparición por el carril derecho de incorporación a la autovía. Pisé el freno y reduje a cuarta. El motor se dejo escuchar en el habitáculo por encima de la música, ligeramente alta. El camión se metió en el carril. Un camión articulado prominente de unas quince toneladas se cruzaba en mi camino, su velocidad era algo mayor que la mía por lo que no hubo mayor problema. Pasado el letrero informativo de “Camporredondo; Montemayor de pililla; Santiago del arroyo” comenzó a disiparse aquella sensación del hacer por hacer. Esta fue sustituida por una ilusión creciente. El camión seguía delante con su velocidad más o menos constante, pero ya no estaba cómodo encajado en su rebufo, y sumado al cumulo de sensaciones que embargaban mi cabeza, comencé a pisar el acelerador de nuevo. La aguja roja comenzaba a aproximarse a los lujuriosos ciento cuarenta. Intermitencia izquierda parpadeando rítmicamente… último vistazo por los retrovisores. Me lanzo al carril de los rápidos a más de ciento cuarenta dejando el camión camuflado en la línea del horizonte. Después… de vuelta al carril de los lentos y a los ochenta para evitar llamar la atención. Según el reloj del salpicadero, habían pasado treinta minutos desde que deje atrás aquel cartel que señalizaba la entrada a Camporredondo, mi próximo destino Segovia, donde pararía a desayunar y alimentar a los ciento diez caballos que tiran con ímpetu del coche, al que según mis cálculos tardaría algo menos de cincuenta minutos. Yo ya tenía asumido que meterme en un trayecto de más de doscientos kilómetros con un límite de velocidad de ochenta seria eterno, pero precisamente por ser eterno lo estaba haciendo, ¿no os parece una buena forma de estrenar el permiso de conducir?

Había dejado la autovía para adentrarme en un tramo de carretera, donde las vistas eran más que preciosas. Las montañas a mi izquierda bañadas por el sol mañanero y a las doce una bajada que dejaba ver infinidad de cañones formados por el paso del tiempo y finalmente a la derecha estaba Segovia con su acueducto a la vista. Otro letrero informativo avisaba de la salida hacia la “SG-20” por lo que me preparé para salir de la carretera y dirigirme a la ciudad. Tarde relativamente poco en llegar a la ciudad. Pero encontrar una gasolinera fue alfo más complicado. Finalmente tras preguntar un par de veces conseguí llegar a una gasolinera. Deje el coche enfrente del surtidor y quite el contacto. Según bajaba del coche una chica vestida con el mono de la gasolinera me pregunto por el tipo de gasolina, y la respuesta se hizo de rogar un rato y no sabía exactamente el motivo… (Mentira)… había dos razones, uno no tenía ni idea de la gasolina que llevaba y dos estaba completamente en blanco… mi primera vez y en blanco como un folio sin escritura. Le mostré la mejor de mis sonrisas y echo mano del manual de los papeles del coche, donde se suponía que venían los datos del coche. Tras una rápida mirada encontré lo que buscaba “sin plomo 95” la respuesta a esa pregunta. Seguro que era la primera vez que veía algo así, tener que buscar que gasolina usa el coche. Dejó la manguera enchufada mientras yo iba a la tienda a pagar la gasolina y comprar el periódico. Después fui a una cafetería que daba unas vistas muy bonitas del acueducto. Cuarenta minutos fue el tiempo que estuve en la ciudad, me reincorpore a la autovía dirección Madrid. No tarde mucho en toparme con el peaje donde debías recoger una tarjeta para certificar la entrada en la autovía de pago. Llevaba ya cerca de dos horas desde que salí de Valladolid. Podía observar el Sistema Central, cadena montañosa que parte la península en dos. Una señal avisaba de la proximidad del peaje, y después del túnel tendría que circular por las monstruosas autovías madrileñas. Tres y cuatro carriles, repletos de coches que se dirigen a trabajar, todos malhumorados y cansados de la rutina de la semana, (siendo una rutina la misma mierda pero en diferentes días).

En el peaje los dos carriles de la autovía se ensanchaban hasta convertirse en doce o trece carriles con el único fin de cobrar mejor a los usuarios de la autopista. No había mucha gente, el reloj marcaba algo menos de las diez de la mañana, pero no había un tráfico excesivo. Pasado el peaje las montañas flanqueaban la autopista. Al llegar al medio kilometro la boca del túnel de Guadarrama se habría ante mis ojos, precedido por un montón de semáforos en verde. Tres kilómetros a través de la montaña, las luces anaranjadas se reducían en número cuanto más me adentraba en el túnel. Ahora la “L” con el fondo verde refractante se veía mejor, por lo que evitaría que algún listillo me fuera empujando desde atrás porque no iba a su velocidad. (Pero si os digo la verdad la “L” solo esta de adorno, porque se siguen pegando a ti, te siguen pitando cuando vas a ochenta, pero si te pillan sin ella te la cargas). La salida del túnel se comienza a intuir en el horizonte, después del túnel llega el laberintico entramado de carreteras madrileñas, y eso que he hecho este recorrido miles de veces, aunque sentado en la parte trasera del coche. Pasamos por el cartel que da la bienvenida a los viajantes, y ante ti cuatro carriles, por lo que tú, vehículo con el límite a ochenta, debes ocupar el de la derecha (el carril más peligroso, ya que a él se incorporan todo los coches procedentes de los pueblos dormitorios). Me queda como mínimo una hora y pico para llegar a mi destino final, y son más de las diez y media. Una bajada después una recta te incita a ponerte a tope, pero los radares están siempre al acecho de las tentaciones de los noveles, por lo que solo te puedes poner a ciento veinte, que no es poco. Una señal indica bandas sonoras, unas hendiduras en la carretera para evitar a los dormilones, pero lo que consiguen son sustos mortales, y nunca mejor dicho (una mediana de hormigón a ciento veinte, puede resultar un aperitivo un tanto… indigesto a esta hora de la mañana, ¿no creéis?). Y antes del cero coma estas pasando sobre ellas con un ruido atronador de los neumáticos y unas vibraciones tremendas en la dirección, (un masaje para las manos, pero como no lleves el volante con firmeza… ya puedes rezar). Veinte minutos después de las bandas sonoras, te acercas a una serie de curvas con un peralte extraño que debes tomar a una velocidad moderada si no quieres acabar como una calcomanía en el guarda raíl. Un cartel informativo te indica el desvío hacia la M-30, un túnel que se asemeja más al laberinto del mino tauro que a una autovía del siglo XXI, enciendes la intermitencia derecha y viras de forma delicada, por el carril adicional. La M-30, se abre ante ti como un hueco en el suelo madrileño que absorbe todo el tráfico de entrada y escupe el de salida. Tu mirada se agudiza más, por necesidad, ahora has de estar pendiente de los letreritos diminutos que te indican las salidas y de los demás conductores. El límite es de sesenta porque hay algún tramo con alguna laguna, por lo que se puede deducir que ha llovido por la noche con ciertas ganas. Vagamos junto a una marea de coches por el famoso túnel hasta que veo la luz, la salida de “pirámides”, indicamos la maniobra y esperas a que algún conductor benevolente te deje salir del carril en el que estas para llegar a esa ansiada salida.

Una vez en la superficie, bendita superficie, circulo por las calles del Madrid como uno más, la ley de la jungla se impone una vez más, los autobuses como abultan unas cuantas veces mi toyotita hay que dejarles prioridad si quieres seguir de una pieza. Llego a la Plaza Elíptica, lugar donde solía pasear de pequeño. Subo por la venida de oporto hasta el camino viejo. El semáforo en rojo me entretiene un poco más (claro… como solo me ha llevado tres horas y pico el llegar hasta aquí, qué más da esperar un rato más). Impaciente espero la luz verde, nunca se me había hecho tan larga la espera de un semáforo. Comienzo a acelerar el motor. El coche roba centímetros a la línea blanca que limita la parada de la multa. Por fin cambia a verde y salgo con desdén de aquella infernal parada. El camino viejo ha cambiado mucho en cuanto a tiendas, pero en cuanto al tráfico sigue igual o peor. Eso es la calle sin ley, cada uno hace lo que le sale de los… pies, sin importar el resto de conductores (dirección obligatoria a la derecha… a la izquierda pues; Dirección prohibida… si bueno… porque tú lo digas; Un vado… pues aquí aparco… y si llamas a grúa no te hago ni caso). Lo mejor en esa calle es ponerte detrás de un autobús, así el se abre paso y tú te aprovechas. Llego al destino final de mi viaje. Entro y dada la hora tengo un par de sitios para aparcar. Y como es obvio cojo el que más a la vista queda, con el fin de que mis abuelos vean el Toyota, que cuidadosamente he levantado a mi madre (pero con un fin más que justificado, además el coche esta impoluto). Pito un par de veces, y del coche sale el característico sonido del claxon (que suena como si estuvieras estrangulando a un pato, pobrecito que habrá echo).

Después se salir del coche, pulso el interfono y después de esperar un corto espacio de tiempo (que se me antojo una eternidad) la voz me mi quería abuela suena por el interfono. Y como no… uno está de buen humor… con una voz alegre y sonora contesta… - soy yo… asómate a la ventana del pasillo -. Tu abuela con aire de incredulidad simplemente cuelga y con no ves nada que se asoma a la puerta, lo vuelves a intentar. Esta vez dices (con cierto fastidio al estropear la sorpresa) – que soy Miguel Ángel tu querido nieto… que ha venido a verte, abre. Si no me crees asómate a la ventana del pasillo- Ahora cuelga y a los pocos segundos una cabeza asoma por la tercera ventana del edificio, se suelta una gran exclamación de sorpresa e incredulidad. Después de los típicos saludos de los abuelos, y decirte, finamente, que estar como una regadera… loco de atar… y demás… te obligan de algún modo, a llamar a casa más que nada para que no se preocupen y que sepan tus padres donde estas. (Claro que no están preocupados, abuela. Veamos he cogido el coche a las cinco de la mañana… quince horas después de tener el permiso he venido a Madrid sin decir una palabra a nadie y además he dejado el móvil en casa. Creo que ahora es un buen momento para encomendarme a la colección de vírgenes de mi abuela y rezar para que no me pase nada, mi madre estará que se sube por las paredes… como el accidente de la rueda de Londres, que fue la última en enterarse). El teléfono comienza a sonar… uno… dos… tres… y al cuarto pitido la voz de mi padre suena por el auricular... (Veamos… “hola papá… mira que he cogido el Toyota y estoy en Madrid, en casa de los abuelos...” Si yo creo que es muy propio… y en cuanto llegue allí me despido de volver a conducir) – Hola papá - … … - estoy en Madrid, quería estrenar el permiso y como no sabía dónde ir pues dije por aquí y he aparecido en Madrid, ji ji ji… - ¡… …! – Estaré en casa a la hora de la cena - … … - iré despacio no hay prisa. Una cosa, no se lo digas a mamá - … - dila… SI pregunta, que estoy con Ainhoa, Ángel, Mario y los demás en Salamanca. Hasta luego–.
Bueno ya sabes que no lo hará… pero bueno, disfruta lo que te queda porque cuando estés en casa, mamá te colgará…



FiN

9/9/10

Caso Nevada 58-C-622

Estaba sentado en el sillón de su salón. Completamente a oscuras. En sus manos sentía el cálido y viscoso tacto de la sangre. En su cabeza solo había imágenes y sensaciones. A lo lejos se escuchaban varias sirenas que se acercaban a toda velocidad. A los pocos minutos unos ruidos de frenazos indicaban que ya estaban aquí. Pero él seguía sentado en su sillón sintiendo aquella sustancia entre sus manos…
La policía al otro lado de la puerta, se acercaba cuidadosamente a la casa. – Le habla la policía, por favor salga de la casa con las manos en alto- rogó uno de los policías por el megáfono, pero no hubo respuesta. Después de esperar poco más de tres minutos en los que se respiraba el seco ambiente de las tierras del desierto de Nevada. El policía dio la orden de entrada y dos grupos de tres policías se dirigieron a las puestas de la casa. A pesar de la hora, este despliegue de luces rojas y azules junto al sonido de las sirenas había hecho surgir a un montón de vecinos que miraban desde una distancia prudencial y murmuraban entre ellos.

El primer grupo encargado de la puerta principal, después de asegurar un pequeño perímetro, echo la puerta abajo y entraron en el edificio, y lo que allí encontraron no lo olvidarían nunca. Un pestilente hedor embargaba la casa, no se sabía muy bien de qué, pero era horrible. Uno de los policías salió corriendo de la casa, el olor le había puesto el estomago a morir. Los otros dos que se quedaron, algo más experimentados, registraron la casa abriéndose paso con sus armas, una recortada y una 9 mm. Registraron la casa esperándose cualquier cosa, cuando llegaron a la estancia del salón, buscaron el interruptor. La luz se encendió a regañadientes, dejando ver lo que en su interior había. La estancia estaba amueblada de forma abundante, lo que dificultaba la visión de sendos policías. En el suelo se podía ver a duras penas, sobre la alfombra, un reguero de sangre. En un sillón encontraron a un hombre de mediana edad, al que habían abierto en canal, dejando todos sus órganos visibles. Los intestinos caían al suelo como culebras enormes. Y su cabeza, completamente desfigurada, desprendía un hedor a carne quemada, seguramente por alguna sustancia química, miraba en una dirección concreta. En esa dirección, otro hombre de unos cuarenta y cinco, estaba atado al sillón. Contemplando aquella macabra escena. Los dos policías quedaron completamente congelados. Sin duda alguna era lo más macabro que habían visto a lo largo de su historia en el cuerpo de la policía. Uno de ellos consiguió articular a la radio que llevaba en el hombro –Pedid una ambulancia y avisad a la científica- Después desataron al hombre del sillón y lo llevaron a fuera.

En los alrededores de la casa, la policía había conseguido disuadir a los curiosos. La ambulancia llegó rápido, y atendió tanto al hombre del sillón como a los dos policías que habían quedado bastante impactados. Cuando llegó la policía científica, entró en la casa. Estuvieron reuniendo pruebas, y registrando el resto de la casa. En el frigorífico de la cocina en una de las baldas superiores reposaba un cubo con un montón de trocitos de lo que un dia fue una persona. El autor de esta masacre sin duda estaba loco, pero a pesar de este estropicio no se encontraron sus huellas en ninguna parte. Lo que hacía suponer que aparte de los conocimientos de anatomía, sabia bastante de los procedimientos de la policía.

Ya en la comisaria, mientras el grupo que entró en la casa hacia verdaderos esfuerzos por olvidar aquella vivencia, otros dos policías estaban en el hospital intentando hablar con el otro hombre que encontraron en el salón. Pero lo que allí les dijeron no fue mejor, a ese hombre le habían cortado la lengua con unas tijeras y después lo ataron al sillón con unas cadenas que después calentaron, provocándole unas quemaduras de cuarto grado en las muñecas. Por lo que el interrogatorio no sería posible.
En el depósito de la policía estaba esperando el cadáver del otro hombre a ser reconocido, pero le habían borrado las huellas dactilares con acido, el mismo ácido que el asesino le vertió en la cara. El forense acudió a la ficha dental, pero también llegó a un callejón sin salida. Era un tipo que aparte de loco, sabia como evitar la identificación del cuerpo. Finalmente acudió al ADN, pero el fiambre no estaba en la base, o se habían tomado la molestia de borrarlo. Pero tenía más trabajo por hacer, como recomponer el cuerpo que encontraron en la nevera, cosa que le llevaría como mínimo un mes, contando con que sus dos ayudantes estuvieran en condiciones de ayudarle, porque después de ver el otro cadáver salieron corriendo al baño.
Mientras dos policías analizaban las pruebas que encontraron en la casa. Un juego de cuchillos de carnicero sin huellas, utilizados para trocear el otro cuerpo, las cadenas con las que ataron al otro al sillón… pero todo lo que encontraron en la casa estaba limpio de huellas.
El hombre que alertó a la policía desde una cabina telefónica, para evitar llamar desde su casa, dando el nombre de uno de los cadáveres que ahora reposaba en una fría mesa del depositó bajo una sábana blanca, estuvo en su salón disfrutando de su trabajo. Contemplando a la policía mientras trabajaba en la casa que había visitado la noche anterior. Incluso llegó a eyacular mientras destrozaba el cuerpo todavía vivo de la mujer, mientras su marido contemplaba la escena. La sensación que recorría su cuerpo mientras cometía todas aquellas atrocidades era… placentera... se sentía como si hubiera echado el mejor polvo de su vida. El subidon de adrenalina que recorría su cuerpo cuando tras abrir a su tercera, sintió el tacto de sus órganos entre sus manos enguantadas en látex en presencia del hermano del objeto de sus atrocidades fue el culmen de sus sensaciones, que según describió en su diario: “fue una verdadera catarsis para mis sentidos, jamás me he sentido tan vivo como aquella noche, mientas torturaba a aquel hombre cortándole la lengua con las tijeras del pescado, atándole con las cadenas y después calentadas a través de un pequeño soplete de cocina…, o mientras troceaba con el hacha de la carne a su mujer embarazada mientras el miraba… o cuando abrí en canal a su hermano y lo desfiguré pulverizando sobre su rostro el acido que se emplea en las baterías de los coches… pero lo mejor de todo es que jamás sabrán quién lo hizo y por qué”.
Corría la tercera semana desde el hallazgo de los cuerpos cuando en la comisaria se recibió la noticia de que el único testigo que pudo ver al asesino había muerto de madrugada, debido a la gravedad de sus heridas físicas como psicológicas. Eso dejó el caso a punto de quedar almacenado en el extenso almacén de la policía federal donde se guardaban los casos sin resolver. Pero una semana después de la noticia del hospital se halló entre las pruebas una pequeña gota de semen, que podría proceder del asesino. Con la prueba del ADN, consiguieron la identidad de aquel personaje, pero según los datos del censo había muerto de una intoxicación alimenticia. La policía consiguió un permiso de exhumación, y cuando fueron a desenterrar el cadáver encontraron en el féretro una pila de carne y huesos en descomposición. Dejando el caso cerrado, como el caso más macabro en la historia del estado de Nevada. Pero el autor de semejante carnicería, sigue aun disfrutando de plena libertad, mientras algunos policías ya retirados continúan, en secreto, intentando vanamente resolver aquel siniestro caso .

4167 - PTT

Mirando a través del teleobjetivo. Camuflado en la azotea de un edificio no muy alto pero si lo suficiente para cubrir mis espaldas y darme una buena visión del campo, donde un montón de borregos desfilan ignorando mi presencia. Me apodaban el fantasma pues hago mi trabajo sin dejar señales… sin preguntas…


Un Mercedes 220C negro entra en el campo con su lento avanzar, seguro que blindado pero me da igual, mis pequeños bien tratados lo traviesan todo y después se desvanecen, proyectiles de fabricación casera, punta reforzada lo penetran todo. “Ven pequeño no te escondas” una cabeza asoma por la ventanilla de de cristal reforzado. Mi dedo en el arma se funde… siento lo que siente… en mi cabeza el latido de mi corazón… la respiración hace temblar un poco la mirilla pero estoy acostumbrado… miro una ultima vez antes de contener el aliento y poner las ultimas fuerzas… -Piuf- suena en el cañón a la vez que el ocupante del mercedes cae tendido en la parte de atrás del vehículo, una aureola de sangre y sesos adoernan el cristal traseo. Griterío a mis pies… las ovejas han perdido a su pastor y no saben actuar… seres racionales nos llamaban los antiguos pensadores… masa, se llaman ahora… todos por donde el carisma se mueve, dice a todos igual. Yo el fantasma les he liberado… pero no me llevare el merito, se lo cedo a mi sucesor…

Una bala silba… la arteria carótida queda abierta… y mi final se acerca… después de superar el millar de trabajos cumplidos con éxito… una bala fugaz de un policía novato con dedo fácil… asustado por el suceso a acabado con mi vida. Pero el prado no llorará al liberador… sino al esclavizador… al débil que aprovechando los malos momentos ha hechizado a los demás con brillantes palabras y buenas acciones, todas finjidas.



Cuyo cuerpo reposa sin más en un cetro de oro acristalado con inscripción de añoranza y cientos de flores que dan la imagen equivocada de su verdadera persona cuya mayor virtud era la hipocresia...

6/9/10

Ultimos momentos

El tacto frio del acero sobre mi sien. Estoy sentado en el estudio, donde largas horas he pasado escribiendo mis obras, pequeño recinto oscuro con una pequeña ventana apuntando al oeste y de la cual manan los últimos rayos del ocaso del invierno, sentado en mi sillón donde hacía volar mi mente a mundos idílicos paralelos llenos de felicidad y amor, cosas que en este mundo nunca he conocido. El dedo índice sobre el minino carga los últimos gramos de presión, un último pensamiento… en blanco… un blanco inmaculado… mala señal sin duda… los últimos momentos de tú vida y no poder pintar una última idea... un rostro... un momento de tu vida. Un sonido sordo. La visión de la sala se oscurece poco a poco. En la pared grabada tú firma para aquellos que te querían. Recordad vosotros no este momento, yo yacido en el sillón de mi despacho con el revolver todavía caliente en mi mano, cargado con cinco remedios para desesperados, ni la evolución del cómo fui al como soy… recordad vosotros a ese chico pequeño que lucia siempre una cara risueña… al adolescente con la mochila al hombro con una sonrisa humilde… a mí en los momentos que os hice felices. Aquí llega pues el momento de la frase que de mí deberéis recordar: esta vida no se mide por las veces que respiras… sino por esos momentos que te quedan sin aliento.

The accident

Ana se separó de Alex lentamente, se despidió y entró en su portal. Alex, absorto por el mágico instante que acababa de vivir, no se percató del mastodóntico todoterreno que se acercaba. Un chirrido. Unas luces se le echaron encima; sintió un fuerte golpe en la zona abdominal, desplazándolo. Ana, desde el portal, congelada contempló la macabra escena: el cuerpo delgado de Alex embestido por el todoterreno, y tirado en el suelo, como un muñeco de trapo. Ana completamente bloqueada no conseguía coger el teléfono para llamar a la ambulancia. En el coche un chico joven de unos treinta años, que hablaba por en manos libres, seguía escuchando la voz de su jefe por el auricular, pero no comprendía, quedó congelado ante el ruido del cuerpo de ese chico impactando contra el frontal de su coche. Su pie derecho seguía empujando el pedal de freno; sus manos agarrotadas en el volante; no tenía fuerzas para bajar del coche, de ver a ese chico tendido en el suelo inconsciente, o lo más probable… muerto. Miguel, Kasumi y Hana que estaban jugando con la consola cuando escucharon el frenazo se asomaron a la ventana, la escena les sobrecogió, Kasumi llamó a la ambulancia, Miguel junto con Hana bajaron con una cazadora. Cuando llegaron abajo encontraron a Ana en estado de shock, no respondía, su mente estaba sumida en un bucle de imágenes, las del impacto, Hana se quedo con ella, mientras Miguel salía a la calle, el dueño del coche se bajó vio los daños del coche y rezó para que los daños del chaval fueran menos, pero eso era un milagro que no se produciría. Varios viandantes se ofrecieron a ayudar, muchos llamaron al 112. Un potente chirrido de neumáticos se escuchó a lo lejos, un coche robusto desaparecía de esa escena a altísima velocidad. Los minutos pasaban, pero la ambulancia parecía no llegar, Miguel sintió la necesidad de llevar el mismo a Alex al hospital, pero se abstuvo, pues a un herido no se le debía mover del sitio. El sonido de sirenas a lo lejos, auguraba la llegada de la ambulancia, cuatro eternos minutos pasaron hasta que la ambulancia se detuvo, bajaron los médicos y tras unas breves instrucciones y reconocimientos, subieron al herido a la ambulancia, Ana lo veía desde el portal al borde del ataque de ansiedad… del desmayo, no podía haberla ocurrido a ella, de los millones de personas, tuvo que ocurrirle a ella, Kasumi y Hana no se apartaban de ella.

3/9/10

Selectividad fatal

Me estoy viendo a finales de mayo agobiado por los exámenes finales, preparándome la selectividad. A mediados de junio llegas al recinto de las universidades correspondientes para hacer los exámenes, cargado de una mochila repleta de apuntes, que te has molestado en pasar a limpio, un estuche con tres “bolis” azules (por si las moscas) y un montón esperanza. Recuerdo un dicho que decía lo siguiente: por cada vela a Dios pon dos al demonio. Entras en un inmenso “Hall” y escoltado por un montón de alumnos, que como tú van a por los dichosos examenes, encuentras un tablero con los horarios y las aulas de los exámenes: 1º día: lengua, historia de la filosofía, inglés. Con 45 interminables minutos, entre los exámenes.


Llegas al aula del primer examen, lengua castellana y literatura. Abres el sobre, y comienzas a leer el examen, las cosas te suenan a chino, tu mente en blanco. La ropa empieza a encogerse y a apretar. El cuello de la camiseta se estrecha por segundos, sudas cada vez más, el pulso te tiembla mientras se te escurre el boli bic azul con el que pones el nombre y tus apellidos. Empiezas a escribir torpemente lo poco que recuerdas, y mientas intentas recordar una voz suena en tu cabeza... “¿Has estado estudiando para esto? para llegar y quedarte en blanco”, esa voz se apaga y es sustituida por la voz de unos de tus profesores diciéndote -"te lo dije, vas a suspender, no estás hecho para aprobar"-.

Y… lo peor llega cuando ves en el reloj casio, que encontraste por casa, que el tiempo se acaba. Finalmente escuchas al profesor de guardia –entreguen los exámenes, ya no disponen de más tiempo-, ya esta... se agoto tu tiempo para demostrar lo que sabias, tu folio casi en blanco, medio folio. Intentas en un ultimo esfuerzo, como apurando los últimos recodos del tiempo expirado, el profesor se acerca, con una cara de pocos amigos… - Dije ya se ha terminado el tiempo del examen, por favor entregue su examen-. En ese momento entiendes que se acabo, “game over”. Dejas el bolígrafo, chorreante de sudor en la mesa con un gesto de abatimiento, y entregas tu examen.Tu gesto facial es como entregarle el alma al diablo, sabes que ya no habrá vuelta atrás. El profesor recoge el examen con un fuerte tirón y… PUMMMMM

Abres los ojos de repente… miras a tu alrededor, te rodea un ordenado caos, muy familiar, es tu habitación. Reconoces en la penumbra tus objetos cotidianos, el flexo reposado en el escritorio junto al ordenador parecen murmurar frases ininteligibles, las maquetas de tus creaciones te apuntan con sus faros,que te molestaste en suministrarles vida con unas bombillitas, incluso el peluche que te regalo tu novia parece reírse de lo ocurrido, y sin duda es un presagio. En medio de tu desazón miras un pequeño calendario colgado del flexo. Menos mal… tienes un mes para la selectividad, madre mía que sufrimiento. Aunque no durará mucho la calma que precederá al hundimiento de tu carrera. Te acuerdas de unas palabras de tu profe de sociales de la E.S.O. “un mar oscuro con cataratas y monstruos…” y añades en tu mente “…acecha pacientemente dispuesto a brindarte un final fatal…”

Así pinta un alumno de segundo de bachiller, la selectividad, una pesadilla sin fin...



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The driver

Por la tarde, decidió ir al taller donde Miguel hacía las prácticas. Ese taller era un caos en el que solo los mejores sabían manejarse, las herramientas estaban mezcladas, los recambios tirados, las piezas que quitaban estaban desperdigadas por todos lados, el suelo estaba lleno de grasa de motor, pero a pesar de este caos reinante, el ambiente de trabajo era bueno, y los coches eran todos de alta gama. Recorrió todo el taller en busca de su novio, al cual encontró tras preguntar a varios mecánicos. Estaba debajo de un carísimo deportivo – Miguel, ¿te falta mucho para terminar?- Él reconoció esa voz, y sacó la cabeza de debajo del coche – Bueno… hasta que no acabe con este no puedo marcharme, tengo que probarlo en el circuito, espera un poco que ajusto esto…- Kasumi se quedó esperando un poco al lado de ese Ferrari Testarossa. Salió al poco tiempo de debajo del coche y ofreció a Kasumi un casco, y al subir, una funda cubría los asientos, el coche olía a nuevo. Dio al contacto y el motor se puso en marcha sin vacilar. El motor de trescientos noventa caballos susurraba, pero cuando Miguel salió hacia el circuito ese susurro tornó en un agudo bramido, propio de los Ferrari. Salió a la entrada del circuito y se puso el cinturón, ella hizo lo mismo. Le dieron luz verde. Pisó el pedal del acelerador echando a sus ocupantes contra el asiento. El motor rugía de forma estrepitosa, las agujas del tacómetro subían como la espuma, aunque la del cuentarrevoluciones, bajaba levemente al cambiar de marcha. La primera curva se anunciaba cerrada, pero no reducíamos, cambió de marcha. Piso el embrague para derrapar por la curva. El coche se deslizaba suavemente por el asfalto, - Seguro que a los neumáticos no les ha gustado-, por el espejo retrovisor de la puerta del copiloto, podía vislumbrarse la nube de goma quemada que quedaba detrás del coche. Miguel seguía concentrado pero se notaba a la legua que disfrutaba. El coche se volvía a acelerar, una recta larguísima por delante y tantos caballos para exprimir. La aguja de la velocidad superaba los doscientos, pero su novio no alteraba el gesto, no miraba el velocímetro. Kasumi notó una fuerte descarga de adrenalina que le recorría el entramado sanguíneo, la recta se acababa. Una serie de curvas se aproximaban, piso el freno y el coche redujo su marcha, la aguja de las revoluciones bajó brusco su vuelo por los números más altos. En las curvas el Ferrari no se salía de su trazada, solo se balanceaba un poco el habitáculo pero las ruedas no se despegaban del suelo. Ahora una curva larga por la que el coche volvía a ganar velocidades astronómicas. Ciento sesenta… ciento ochenta… y subiendo, por fin se veía la entrada a boxes, pero la pasamos de largo, la línea de meta, pasó ante nuestra vista como un borrón en la carretera y tras pasarla, Miguel continuo pero a una velocidad apta para mortales. Tras otra vuelta al circuito, se metieron de nuevo en el taller. Detuvo el coche y apagó el motor. Uno de los mecánicos se acercó – Acabas de batir el record del circuito… otra vez, eres impresionante- Miguel sonrió –bueno, uno tiene buen coche… buen acompañante- Los dos bajaron del coche y entregaron las llaves al jefe – Jefe, el Ferrari está a punto y listo para devolverlo- El jefe afirmo con la cabeza. Después Miguel se dirigió a los vestuarios para cambiarse.


Cuando volvió, Kasumi estaba apoyada en el Vauxhall, con su sonrisa prominente, Miguel se acercó y la beso dulce y largamente, tras ese romántico saludo, preguntó – Bueno, ¿a qué debo tu magnifica presencia en un taller perdido del Madrid? – Kasumi, con una seria sonrisa, contestó - Mis padres, nos han invitado a pasar unos días con ellos, y… mi padre no aceptará un no por respuesta, y menos después de saber que tengo novio…- Miguel al escuchar eso ultimo, recordó la intervención del hospital y la cara de Hana, después del suceso, deduciendo que sus referencias no serian muy buenas, pero sabía que a lo hecho pecho, y aceptó la invitación. Faltaban cuatro días para las vacaciones, pero sería tiempo suficiente para mentalizarse. Había que dejar buena impresión, aunque fuera difícil.