poemas de amor Crazzy Writer's notebook: 1/1/12

28/1/12

La confesión


Para cuando TÚ estés leyendo esto, seas quien seas, seguramente ya estaré muerto. Aquí queda mi confesión por escrito y TÚ serás mi confidente. Hace una semana compre una pistola de nueve milímetros, y a la noche siguiente me adentré en un tranquilo barrio, deje el coche aparcado en la zona más oscura de la calle y entre en una de sus casas. Allí, vacíe uno de los cargadores en la cabeza de su dueño y único habitante.
Seguramente os preguntareis, o no,  ¿qué debió hacer aquel asesino pobre diablo, para que una persona aparentemente normal le vacíe trece balas sobre el cráneo? Bien, aquel misterioso personaje me hundió la vida. Extermino aquello que yo más quería sobre la tierra. Ese hombre diez años atrás… Asesinó descuartizó a mi mujer, que esperaba una niña, torturo a mi hermano vertiendo ácidos sobre su cara y abriéndolo en canal. Y a mí cuñado que lo tenía prendido con unas resistencias al rojo en sus muñecas, le obligo a mirar mientras cometía todas aquellas barbaries. Todo por que sí simple y llana diversión. Y no bastante con salir indemne al cerrar el caso por falta de pruebas, hace siete años que recibo puntualmente todos los meses, el mismo día, un sobre entregado en mano con tres fotos polardroit polaroid de sus cuerpos mutilados y destrozados además de una nota con una huella digital dactilar lisa ensangrentada. Dio igual las veces que me murara de casa y de ciudad, siempre la recibía. Hasta que hace una semana, por cosa de azar, me enteré de donde vivía aquel monstruo y acabe con su vida. Ya hace una semana de aquello y llevo una semana siete noches viendo su fría sonrisa en mis sueños, hasta el día de hoy que volví a cogerla, todavía ensangrentada, para usarla una última vez. Aquí queda escrito mi mayor pecado, sabiendo que iré al infierno por ello, pero con la conciencia el alma tranquila.

    Fdo: un suicida





25/1/12

Saturday Night Race

Sobre el bracket del conductor me encontraba, contando cada segundo que el reloj pasaba. Un tímido llavero colgaba con un curioso logo en el reverso. Estaba varado junto a un edificio en el centro de la ciudad a la espera de lo inesperado. Cierto nerviosismo me poseía. Era mi primera vez pero llevaba cientos de noches planeándola al detalle. No dejaba de preguntarse una vocecita en mi interior si de verdad estaba… preparado para algo así, o si por el contrario me estaba apresurando. Las manos, cubiertas parcialmente por unos guantes, reposaban bailarinas sobre el volante. ¿Qué final me depararía aquel día?

Eran las diez de la noche, el cielo estaba oscuro, el sol se había ocultado hacía un buen rato. Aquella cita llevaba planeada desde hacía poco menos de una semana, y desde entonces la esperaba con ganas. Entre mis cavilaciones y divagaciones, dejé inadvertido un segundo coche que se aproximaba desde el final de aquella calle. Aquel misterioso coche se detuvo junto a mi ventanilla y su conductor me hizo unas señas para bajase la ventanilla, tras una breve conversación, me dijo que lo siguiera hasta el emplazamiento real de la cita. Era un Seat León, y por los acabados seguro que una de las versiones deportivas. Pero tenía mis esperanzas en mi propio coche, un Citroën Saxo v16 modificado que me salió por algo más de cinco mil euros. Salí de aquel sitio sin ninguna pinta de vacile, y comencé a seguir al león a través de las oscuras calles de la cuidad. El nerviosismo comenzaba a apoderarse de mí, un hormigueo afloraba con más rabia, y cada vez que las luces de freno se encendían sin motivo alguno, empezaba a mirar por los alrededores. Tras unos largos veinte minutos aparecimos en el puerto de carga ferroviario. Allí una docena de coches aparcados en cortas hileras aguardaban bien a correr, o simplemente para ver como otros competían. El león se detuvo finalmente y yo pare a su lado. Estaba bajándome del coche y una voz efusiva me saludo desde atrás. Me sorprendí gratamente de encontrar una voz conocida en aquel nuevo ambiente, era Álvaro un compañero de clase. También se unió el conductor del león. Tras una informal presentación Álvaro, me explico un poco la dinámica de aquel estilo de competición. Había cuatro participantes por manga, se darían dos vueltas al circuito, siempre y cuando no hubiera algún “imprevisto”, y aquel que pasase primero por la cinta ganaría la manga.



Antes de empezar a correr, paseé observando cada coche. Todos estaban modificados, pero en su mayoría no para correr, o por lo menos no lo aparentaban. Muchos tenían luces bajo el chasis, ruedas blandas de perfil bajo, y kits de ensanche pero pocos tenían modificaciones tan radicales como para ser máquinas de competición. Después de reconocer las máquinas de mis rivales, regresé a mi coche y aguardé junto a él hasta que diera comienzo la carrera. Una misteriosa sensación se adueñaba de mí, como un manto que poco a poco  cubría las pocas ideas que tenía sobre conducción deportiva. Tenía miedo, estaba muy nervioso por el circuito. Cientos de preguntas se me abrían como cortes sobre la piel a los que hubieran echado vinagre. De nuevo aquella vocecita resurgió con nitidez haciéndome preguntas que poco a poco me carcomían igual que una termita un tocon de madera. Una mano se posó en mi hombro acallando por un instante todas las preguntas y voces. Llegó el momento de la verdad. Alguien ajeno a los corredores, que ya se estaban preparando para colocarse en la línea de salida, había trazado el circuito a través de los enormes canjilones de carga esparcidos por aquella vasta superficie. Un chico había colocado una tira de cinta de la policía como marca de salida, y estaban sujetas en los extremos por dos enormes conos naranjas. Me dirigí junto a los otros tres coches hacia la línea de salida. Todos frenaron junto a la línea, pero yo debido al nerviosismo, pasé más de medio coche de la línea de salida. Una marea de voces comenzaron a gritar que marchara para atrás para colocarme a la altura de los demás. Retrocedí con las indicaciones de uno de los pilotos que estaba junto a mí. Me fijé que en cada coche, había dos personas, el piloto y un acompañante. Por lo que había oído por ahí, al parecer los recorridos por esta zona eran complicados y era fácil perderse a través de los canjilones, por lo que cada piloto llevaba durante la carrera a un copiloto que le decía el recorrido. Pero se ve que que al ser nuevo nadie se fiaba de mi forma de conducir, y el único que me conocía también participaba en la carrera. Estaba sorprendido, la verdad me esperaba otra forma, no sé... más espontanea. Pero daba igual, era mi primera carrera al otro lado de la línea de la ley. Unos golpecitos en la ventanilla me hicieron volver la cabeza hacia la ventanilla del copiloto. Una chica aguardaba al otro lado. Al parecer sería ella la valiente que me guiaría a través del entramado de callejuelas del puerto. Su melena era larga y lisa de un color ocre y reflejos miel bajo una luz blanquecina de algunos faros. Se presentó como Elisa. Un nombre muy bonito. Yo también me presenté. Arturo es mi nombre, y seré el piloto que se dejaría llevar hacia donde su voz me guiase. Con todo sobre la mesa, incluidas algunas apuestas, la carrera podía comenzar. Una figura valiente se colocó ente el segundo y el tercer coche. Señalaba, y el coche aceleraba. De uno de mis contrincantes surgió una llamarada acompañada de un fuerte y atronador petardeo. El segundo también mostró los dientes de su montura. Mi turno. Aceleré con la marcha en vacío dejando escapar a través del escape racing un bufido impresionante. Y el cuarto vehículo también hizo lo mismo. Entonces aquella figura levanto los dos brazos, y una voz me dijo que saliera cuando los brazos bajaran, los brazos descendieron y todos los coches partimos destino a la negrura de la noche.

Tras la salida conseguí el tercer puesto, y comiéndole espacio al Toyota que me precedía. Mis faros, inquisitivos, se reflejaban en la parte posterior y de refilón algunos catadióptricos en los laterales. Álvaro no dejaba de moverse evitando encontrar un hueco para poder pasarle y ponerme a la cola del león que mantenía el liderato. Elisa me alertó del primer cambio de dirección, una curva cerrada rodeando un contenedor. Reduje sacando las agujas a la zona roja. El Toyota se alejó ligeramente y entonces lo vi. Pise de nuevo y gire el volante con una mano mientras la otra se mantenía sobre la palanca dispuesta a meter una nueva marcha en el momento óptimo. El sonido era atronador. Pasamos a ras entre el contenedor y el coche de Álvaro, salimos parejos de la curva pero con más par que él, lo dejamos atrás en la siguiente curva marcada con unas flechas fotosensibles. Mi copiloto todavía con la boca abierta, no creía el espacio que acabamos de dejar atrás. Volábamos entre los contenedores a velocidades que jamás creí posibles de no haberlas experimentado. La adrenalina fluía por mis venas como un torrente salvaje de óxido nitroso. Nunca me sentí tan cerca de la vida como en aquel momento, aunque para mi compañera creo que fue todo lo contrario. Ahora las luces del Toyota irradiaban con furia lejana sobre los espejos retrovisores, aunque mi objetivo era otro coche, de oscuro color y ensangrentadas bandas por los laterales. El coche de Álvaro ya no suponía problema, ahora deberíamos sacar segundos de curvas apuradas y trazadas idóneas. Mi copiloto me miraba, seguía indicando los cambios de dirección, no apartaba los ojos de las aristas que parecían acariciar la superficie del saxo mientras este deslizaba por el hormigón pulido. Ahora estábamos a punto de entrar en la segunda vuelta, después de cuatro eternos minutos, el león de mi rival estaba casi a tiro y el resto de rivales estaban desaparecidos de los retrovisores. En la línea de meta, los coches que estaban aparcados con los faros encendidos pasaron por las ventanillas como centellas a escasos centímetros de nosotros. El velocímetro modificado señalaba en el lado diestro de la esfera los doscientos por hora. Los catadióptricos eran pequeños borrones de luz por las ventanillas, los faros del león una meta que debía alcanzar. Sentía como el rebufo abierto por él nos absorbía y catapultaba arañando segmentos a ambas esferas. La primera curva a la vista, el león toco el freno y tomo la curva, yo levante el pie del acelerador y lo apoye en el freno, reduje marcha y deje fluir el coche, situado en ciento treinta tome la curva deslizando con suavidad y comencé a acelerar de nuevo. Con cada trazada y cambio conseguíamos arañar centímetros al león. Tan cerca que mi coche se había convertido en una prolongación suya. Por fin aquello que esperaba. La presión de mis faros sobre su nuca le hizo abrirse demasiado en una curva y conseguí colarme por el interior. Pasado el león ahora era la única preocupación. Hundí el pie en el acelerador, el coche respondió con un bufido y un pequeño petardeo de estilo competición. Ahora empezaba la auténtica prueba. Intente alejarme lo más que pude mientras le durase la sorpresa pero no fue tanto margen como esperaba y no tardó en lanzar su coche contra nosotros en acoso sin igual. Faltaban cerca de cuatrocientos metros de circuito de los cuales menos de la mitad me eran favorables debido a la manejabilidad del coche, pero el otro porcentaje eran doscientos metros de rectas inacabables. En las curvas apuraba al máximo tanto la trazada como velocidad, mi copiloto estaba impactada y pendiente de la fiera que nos seguía de cerca. La meta se veía más y más próxima. La última curva antes de llegar a la recta, la tomamos con un chirrido de fondo producido por los neumáticos traseros. Tras recuperar la pequeña tracción perdida nos lanzamos por la ancha recta. Vi horrorizado como el león ganaba terreno con rapidez. Hundí más el acelerador. Sentí como el par motor nos empotraba en el asiento. La aguja subía  pero no era suficiente. Ambos parejos. Los metros se acababan y con ellos mi oportunidad de ganar. El tiempo era escaso y pocas las oportunidades. Reduje marcha sin más. El motor salió en rugido feroz. La aguja de las revoluciones salió propulsada como por un resorte hasta la zona roja, poco antes de cruzar sobre la cinta amarilla. Ambos coches cruzaron casi al unísono sobre la línea. Las dudas nos envolvían a los dos, ¿Qué coche paso primero? Pero antes de poder dar respuesta a la pregunta varias luces azules aparecieron desde la nada. La policía.

El león salió contra ellos con un rechinar de neumáticos. Yo engrane la marcha atrás y hundí el pie en el pedal y cuando las revoluciones estaban altas gire el volante volteando el coche en un profuso trompo. Uno de los coches patrullas se puso a nuestra cola poco después  de emprender la huida. Las luces azules y los fogonazos llenaban el habitáculo, mi copiloto no dejaba de voltear la cabeza. Un sudor frio me recorría el cuerpo entero. La opción más clara en medio de aquella confusión de coches a la fuga, era intentar perderlos entre los canjilones dada la maniobrabilidad del saxo pero también arriesgado. Comencé a zigzaguear entre las callejuelas estrellas abiertas entre los contenedores, en algunos giros pasábamos a escasos centímetros de las aristas. Parecía que el C4 policial no podía seguir nuestro ritmo y poco a poco nos iba perdiendo distancia. La puerta estaba despejada y partimos hacia ella. Ahora estaba asustado y corría presa del pánico, pero había que admitir que era muy emocionante. Pasamos por la puerta a toda velocidad, con un pequeño derrape con el freno de mano, logramos encarrilarnos de nuevo por la carretera dirección a la ciudad. Parecía que la policía se había rendido pero no estaba del todo seguro. En la oscuridad varias luces azules y naranjas cerraban el paso. Un control. Y por supuesto, habrían pasado tanto el modelo como la matrícula de todos los coches implicados en la carrera, por lo que no era seguro continuar. Con las luces apagadas nos metimos por un pequeño sendero a la espera de poder seguir sin más inconvenientes. Pasaron los eternos minutos sumidos en el intenso silencio y la oscuridad que se filtraba por las ventanillas. No sabíamos el tiempo que allí llevaríamos, encajados en los asientos de competición. La verdad fue un fastidio no saber quién ganó. Pero no estuvo mal la cosa. Una nueva vista al horizonte y todas las luces habían desaparecido. Me ofrecí a acercarla hasta casa pero ella tan solo me pidió que parase en un parque cercano. Conduje hasta la zona, sumido en ese silencio incómodo y pesado, como el de la espera. Ella me lo agradeció y después se perdió en la oscuridad de la noche. me parecio ver como subia a un coche blanco aparcado en la sombra y partieron en la noche. Ya de regreso en la habitacion de mi residencia, hice inventario de aquel intenso día tirado panza arriba en la cama,  y no tarde en quedar bajo un profundo sueño con una pregunta escondida. [Elisa, volveriamos a coincidir?]

A la mañana siguiente en mi casillero de correo encontré un sobre, sin nombre, con una nota en su interior que decia así:
"Enhorabuena."

Continuacion:: Tres años despues. Ciudad Real.

16/1/12

El humo desprendido por los cigarrillos

El humo desprendido por los cigarrillos formaba una densa nube alrededor de una de las mesas en torno a la cual cientos de ojos quedaban pendientes. Pequeñas figuras yacían en uno de los bordes, contemplando la impasible lucha que se libraba a escasos centímetros de ellas. Otras, aquellas que todavía en pie quedaban, esperaban su turno para ser movidas. El silencio reinaba en aquella sala. Nadie decía nada. Ni siquiera un murmullo se atrevía a salir de nuestras bocas. La concentración era absoluta y demasiado importante como para quebrarla. De pronto un sonido nos sobresaltó a todos. Un golpe seco. El quejido de la mesa de mármol bajo el peso de la mano grande y robusta, acompañado de feroces maldiciones llenas furia en un idioma extraño, del contrincante de inmensas dimensiones.
Los pocos que teníamos acceso directo a la mesa, contemplamos el tablero y la posición las piezas que quedaban en pie. Algunos murmullos se levantaron. Tal y como aquel temía, su rey quedó por completo acorralado. Una enorme figura con forma de muralla, cortaba el paso del rey, mientras que dos peones le hacían muerte bajo la protección de un caballero y un consejero. El resto de posibilidades quedaban anuladas por la posición de su propia corte. El negro sobre el blanco, otra vez. Al otro lado de la mesa, una joven. De aspecto tranquilo, le avisó el jaque mate sin inmutarse ante el bufido de aquel que consideraba por completo derrotado. Nunca me consideré buen jugador de ajedrez, es más lo encuentro aburrido. Por muy milenario y misterioso que sea su origen.
Terminada aquella sanguinaria batalla era la hora de regresar de nuevo a casa. Tras la rugosa y vieja puerta el ambiente era frio y húmedo. La noche quedaba bien entrada y a lo lejos llegaban los ecos del reloj del ayuntamiento dando las doce campanadas de la medianoche. Otro día más en aquella pequeña villa alejada de la mano del creador. Pateé por las calles mientras aquella humedad congelada barría mi cara y enfriaba mis ideas. Tras varios minutos de intensa calma, solo rota por el crujir de la nieve bajo mis pies, llegué al hostal en el que me alojaba. Los pasillos eran estrechos, oscuros y olían a una mezcla de humedad, carcoma y orina. Pero mi sueldo de funcionario no daba para más. Tras pelear con la puerta de mi habitación, me adentre en la oscuridad que en ella reinaba, y me tendí en la cama. Le di mil vueltas a la partida, memorizada al segundo, no era la partida lo que más me llamaba la atención. Pensando y pensando me fui sumiendo lentamente en un profundo sopor del que no conseguí librarme hasta primera hora de la mañana. Tras cambiarme de ropa, y darme una fría ducha en el único baño del hostal, salí a la calle enfundado en mi gabardina y cubierto mi rostro por un sombrero oscuro. El viento te cortaba como afiladas cuchillas, y el sol quedaba oculto tras blancas nubes que amenazaban nieves para no más tarde del medio día. Entré en mi pequeño despacho, como cada mañana, a la espera de algún caso que la policía fuera incapaz de resolver o de algún marido engañado que buscaba las pruebas que ya intuía. El último caso cerrado aportó cerca de diez mil dólares, todo un pellizco. Por lo que ahora tocaba esperar y rellenar algunos papeles. Meras formalidades que la policía requería para llevarte la pista de lo bueno que eras en tu trabajo. Rodeado de papeles el escritorio y harto de escribir decidí tomarme un pequeño y fugaz descanso. Busqué entre los cajones y di con un pequeño tesoro que gustaba mi compañero para ocasiones más especiales, pero bueno... un poquito no haría mal. Saqué del cajón un pequeño baso, y una botella chata de transparente cristal. Vertí en él una pequeña cantidad de líquido transparente y volví a guardar la botella. De nuevo en la mesa, junto a la máquina de escribir, di un pequeño trago a esa bebida. El sabor era fuerte, pero terminaba dejándote un gusto dulzón en la boca, no entendía como mi compañero podía beber semejante mejunje. Enterrado en los papeles de nuevo, y machacando las duras teclas de mi máquina de escribir, con su envolvente ruido taquigráfico, me desentendí del resto del mundo.
Unos golpes desviaron mis ojos de las teclas, alguien tras la puerta reclamaba la atención del que dentro se encontraba. Y no era mi compañero porque él poseía un juego de llaves. Me levanté poseído por la curiosidad. El cristal traslúcido dejaba entrever una figura que aguardaba con impaciencia. Una chica, embozada en un grueso abrigo de lana. La ofrecí asiento, pero ella prefirió quedarse de pie por el momento. Su cara me sonaba, pero no sabía de qué. Se quitó el abrigo, dejando ver ropa más ceñida y de colores apagados. Me senté al otro lado del escritorio a la espera de que empezara su historia. Después de colgar el abrigo se sentó lentamente con las piernas entre lazadas, y las manos sobre su regazo.
-¿Qué puedo hacer por usted?- decidí forzar la conversación. Ella me miro con aquellos atractivos ojos azul intenso, y tomo aire.
- Mi nombre es Violeta, y creo que han asesinado mi padre. He oído que usted es un gran detective, y mucha gente lo ha confirmado. Además parece un hombre discreto, y tiene cara de buena persona. He traído toda la información que me ha sido posible sin llamar demasiado la atención. Y espero que usted pueda ayudarme.- Su voz era dulce y suave, aunque era cierto que existía una gran tristeza y desolación escondida en aquella voz de acento inglés forzado, parecido al mío supongo.
-Bien, de acuerdo, investigaré la desaparición de su padre. Pero para ello me tendrá que contar hasta el detalle más ínfimo que se le ocurra.- Me sorprendió el tono calmado de mi propia voz, sin duda era un caso que daría problemas pero que no podía negarme a resolver. Mi propia moral lo impedía. 
–Comencemos desde el principio, si le parece. Por cierto, mi nombre es Héctor.- A ella se le escapo una pequeña sonrisa, breve y casi invisible.
-Bien. Mi padre y yo vivimos en Ginebra. Tras el fallecimiento de mi madre, él se encerró en las matemáticas, supongo que para mantener la mente lejos de su recuerdo. Es un gran matemático, lo que nos permitió mudarnos a Nueva York cuando le ofrecieron un trabajo en unos laboratorios de investigación. Trabajó para la armada en numerosos proyectos que escapan a mí conocimiento, en el más sólido de los silencios, incluso me llevó a colegios donde estaba interna durante el curso. Cuando terminé, me gradué en la universidad de Nueva York, pero parecía que se había olvidado de mi existencia. Él seguía absorto en sus trabajos. Nos distanciamos cada vez más, incluso llegué a marcharme de su lado y el no hizo el menor intento por evitarlo. Ya hace cuatro años de aquello, pero hace cosa de dos semanas recibí esta carta de condolencias, donde explican escuetamente el accidente mortal que ha sufrido mi padre-. Algunas lágrimas recorrían aquel rostro marmóreo esculpido con la mayor de las delicadezas.

Sacó del bolso un sobre blanco con sellos oficiales. Y me lo pasó a través de la mesa. Lo observé desde la distancia, después lo tome y miré en su interior. Una carta fechada el 16 de Noviembre 1954, escrita sobre un papel blanco de bastante buena calidad. Con caligrafía cuidada y palabras escogidas con el mayor de los cuidados. La sintaxis compleja creaba dificultades para comprender lo que decía, pero a pesar del cuidado con el que estaba escrito, tras leer la carta, se apreciaba como algo no encajaba en aquel escrito pero no sabía decir el por qué. La puerta se abrió con estruendo y ambos volvimos la mirada. Junto a ella, mi compañero. Su apariencia no era la de un detective precisamente, más bien como el de alguien al que han pegado una fuerte paliza. Se quedó paralizado, contemplando a la chica que aguardaba en la silla. Creo que él también quedó encandilado por su misterioso atractivo. Y ante el silencio que se adivinaba cercano, intervine.

-Este es mi compañero, Sean. Y… por lo que veo viene de incognito-. No pude evitar una sonrisa que poco a poco se fue pintando en mi rosto. -Parte del trabajo de un detective, y no es el más agradable de todos, se lo aseguro- me levante y le tendí la nota. –Hay algunas cosas que no terminan de encajarme pero no sé por qué, echa un ojo y dime qué ves-.
Sean se colocó las gafas para leer y dio un barrido con la mirada. Después en una hoja comenzó a escribir bajo la estupefacta mirada de ambos. Me dejó el papel que había escrito y nos explicó el codigo de cifrado del mensaje que ocultaba. Por lo que no era difícil intuir que esa carta no era lo que aparentaba. Pero lo que en esa nota se decía, tenía connotaciones peores que la muerte. Al parecer el buen matemático, incluso en el mayor de los anonimatos, era conocido. La carta. El mensaje. Los proyectos. La lucha que ahora se libraba entre las dos potencias más poderosas del globo. Ahora con el mensaje de la mano, Violeta  (así dijo que se llamaba) temblaba con la cara desencajada por el horror. Alguien la quería, y no por amor. En ese momento me surgió una pregunta, ahora recordaba donde había visto aquella cara.
-¿Usted jugó ayer al ajedrez?- Las piezas se ordenaban poco a poco. A su aire, pero ya casi estaba completo y no pintaba nada bien. Ni para ella ni para ninguno de nosotros. Ella me miró con los ojos desorbitados. –Sí, jugué ayer. Gané utilizando una táctica que aprendí de mi padre.- Entonces abrió más los ojos al recordar a su contrincante Mijaíl Chigorin gran GM ruso. Mi siguiente pregunta, aun de respuesta conocida, era necesaria asique no demoré demasiado la cuestión. –Y… esa técnica la conocía alguien más aparte de usted y su padre- Ella movió la cabeza con ademán negativo y después hablo entre susurros. –Esa estrategia la diseño mi padre, basándose en una teoría matemática-.
Bueno ya estaba la imagen pintada sobre el lienzo. Si su padre trabajó para la armada en algún código o arma, seguro que pretenden usarla contra los rusos en esta guerra que se advierte inminente. Y seguramente provocaron aquel accidente y fingieron su muerte para secuestrarlo. Y con la tecnología que hay ahora… no habrá sido difícil dar con su hija. Posiblemente la buscan como punto de presión para el matemático y que este les dé el código. Por lo que hay que sacarla del país y esconderla, pero seguro que ya están aquí. Posiblemente aquel ataque de furia no fuera más que una señal. Porque al fin de cuentas, esa técnica era como su sello de identidad. Y en aquella sala podía haber perfectamente doscientas o trescientas personas, y seguro que agentes del KGB camuflados o algo del estilo. La cosa no pintaba nada bien y ahora estaba metido de lleno en aquella “partida” de ese odioso juego llamado Ajedrez.