poemas de amor Crazzy Writer's notebook: 1/10/10

14/10/10

la escapada (parte 1)

Circulábamos por una carretera secundaria entre dos pueblos manchegos. La carretera se extendía ante las dos aureolas azuladas de los faros de xenón. La música maquina emergía de los doce altavoces que con tanto mimo había instalado por el espacioso habitáculo tapizado en blanco.
Los tres ocupantes, repartidos entre el asiento del copiloto y los traseros, miraban extasiados la negrura que nos rodeaba. Un punto luminoso en medio de la nada apareció en el horizonte. Lo que supuse que sería otro vehículo perdido en aquella carretera infinita.
Mantenía la velocidad más o menos fija en ciento diez kilómetros hora. El taquímetro, también modificado, brillaba entre la maraña de haces de neón azul y naranja del techo. El monótono y profundo sonido del motor V6, hacia que Morfeo nos blandiera a su merced a pesar de haber tomado varios Redbull.
Los dos haces del horizontes seguían creciendo hasta convertirse en un borrón en mi mirada. Las pequeñas y escasas señales aparecían cada bastantes kilómetros, por lo que la posibilidad de haberse perdido aumentaban con cada metro que avanzábamos.
Salimos de Ciudad Real mientras el sol se escondía en las montañas del oeste de forma pausada y dando al cielo infinidad de tonalidades que iban desde el amarillo platino pasando por los rosas anaranjados y purpuras hasta quedar sumido finalmente en negro. Todas se mezclaban en un ballet de formas abstractas. El cielo ahora negro, a medida que nos perdíamos en aquel entramado de carreteras prácticamente olvidadas, quedaba salpicado de más y más puntos luminosos de ínfimo tamaño, a cada cual más bonito. Pero aquel momento de relativa calma uno de los ocupantes de la parte posterior alzo la voz para pedir que parara, con el propósito de contemplar el mapa de carreteras. El vehículo se detuvo sin vacilar en una de las cunetas, quedando señalizado por los warning y el resplandor azul que relucía bajo el chasis. El dueño de la petición buscó en el mapa el pueblo que teníamos como destino mientras otro de los ocupantes aprovechaba la parada para perderse en la negrura de la tranquila noche durante un par de minutos. Una vez seguros de que la ruta era correcta y de que el pasajero hubo regresado, reanudamos el viaje.
Mi grado de enfado rayaba ya lo insuperable tras circular por una carretera monótona, larga y abandonada. Mi pie influido por la música, apretó el acelerador hasta lo más profundo, catapultándonos a todos contra nuestros respectivos asientos, seis segundos y la aguja superaba los ciento sesenta. Ahora más concentrado que nunca, olvide todo aquello que no fuera la carretera y lo que se ocultaba en la oscuridad que aquella noche nos brindaba. La copiloto no apartaba sus preciosos ojos marrones de la aguja que subía por los números más  elevados. Ella no se percato de los sentimientos que surgían en los que se supone que era mi corazón, aunque esta no superaba el uno por ciento de la concentración total. En las cabezas de los pasajeros cuyos rostros reflejaban por una expresión de terror, surgía el rezo de que nada surgiera de las cuentas interponiéndose en nuestra trayectoria, pues el resultado podría ser… horrible. Tres minutos después de aquella parada, por fin encontramos el primer atisbo de civilización. Una pequeña burbuja naranja en el horizonte se crecía ante nuestra mirada. Un letrero borroso y desvaído anunciaba el comienzo del diminuto pueblo, ahora sin vida aparente. Las once y media de la noche marcaba el reloj del salpicadero con sus segmentos morados.
Los pasajeros comenzaban a inquietarse en los asientos mientras la copiloto guiaba por el laberintico pueblo con una dulce voz sobrepasando el volumen de las notas despistadas en una sinfonía sin antecedentes. Llegamos a una antigua casa. Era enorme en comparación con las del resto  de la calle y con un encantador estilo rustico.
Aparcado estaba el pequeño delante de la puerta mientras el dueño y sus valientes pasajeros disfrutaban de una gloriosa cena a base de panceta, salchichas, morcilla y hamburguesas, todo hecho con el esmero de la anfitriona en la parrilla de la chimenea y acompañado con una dosis de bebidas varias, muchas de las cuales desinhibían trago a trago el control del Doctor Jekyll sobre Mr. Hyde. Tras la cena, se extrajo de uno de los cajones una enorme maleta metálica, en la que cuidadosamente guardados se encontraban fichas y barajas de póker. Todos se repartieron un valor de mil quinientos en fichas, aunque no eran de jugar con dinero real. Las manos se sucedían, parejas, fulles y tríos aparecían haciendo que las fichas apostadas bailaran de dueño en dueño. En la última mano se arriesgaban todos. Por convenio. Al antojo de las Moiras y el destino que tejieran. Un precioso full de ochos y seises salieron a favor del temerario conductor, llevándose el ansiado montón de fichas por valor de seis mil fichas que después volvió a ser guardado con delicadeza en el maletín acolchado. Después se llenaron los vasos una vez más para jugar a la pirámide, un juego de cartas con la excusa de beber según el capricho de las cartas. Pero esta vez el conductor se quedo fuera de la partida. Sentado en un sillón, plasmando en silencio sepulcral sus pensamientos más insospechados en una pequeña libreta en la que escribía sus preocupaciones para después quemarlas en la chimenea.
Todos mantenían indicios de cordura aunque ella alguno más. Bailaba contorneando su figura a ritmo de pachangueo. Mis ojos lanzaban furtivas miradas, concentrándose en el brillo de sus ojos profundos e intensos. Su lacia melena oscura, moviéndose al son de la melodía que emergía de la mini cadena. Los otros dos después de cenar, jugar a las cartas y bajar las grasas de la cena con el baile, desaparecieron en alguna de las enormes habitaciones de la casa. Dejándonos tanto a ella como a mí sumidos en una extraña e incómoda soledad, solo rota por las canciones que sonaban una tras otra.
El reloj de pared, echo en cobre pulido, marcaba las cuatro menos cuarto de la mañana, y los dos acompañantes seguían sin dar señales de vida. Decidimos pasear por la tranquila villa. La fina lluvia empapaba nuestros rostros, mandando extraños estímulos por todo nuestro sistema nervioso, sin embargo, el pulso se aceleraba con cada paso que nos alejaba de la casa y nos sumía más en la en la eterna oscuridad de la noche manchega. El cielo salteado de infinitos puntos que cambiaban de colores a placer y otros de  fija luz, daban un aspecto mágico a ese improvisado paseo. Los temas de conversación surgían con fluidez y era extraño pues los dos éramos de naturaleza muy tímida. La lluvia se fue animando poco a poco y decidimos volver para sentarnos en el interior del coche iluminados por las palias luces de los neones colocados por el techo.  Su rostro bañado por la lívida luz azul cobró una belleza prácticamente divina, su sonrisa que ahora tenía ligeros matices azulados se me antojaba hipnotizadora, sintiendo una incómoda sensación en lo más profundo, pero no me terminaba de resultar desagradable. Hablamos durante un periodo de tiempo indefinido, perdiendo la noción del tiempo. Ahora el reloj del coche señalaba las siete menos veinte de la mañana, y dado que las nubes se habían tomado un descanso decidimos ir a ver el amanecer.
El coche arrancó con un grave bufido. El sonido que emitía el sistema de escape Akrapovic inundó todo el pueblo, marchamos lentamente hacia un lugar elevado, con el fin de disfrutar de aquel momento con ella. En habitáculo quedo sumido en una atmosfera extraña cuando empezó a sonar la canción de “La isla bonita”. Cuando llegamos al lugar más idóneo el cielo había empezado a mostrarse luminoso. El negro más absoluto y solido fue dando paso lentamente a colores más rojizos. Las nubes que por la noche habían estado haciendo de las suyas se habían teñido de un morado rojizo precioso. Ambos estábamos apoyados en el capó del coche contemplando extasiados aquel lienzo pintado lentamente por el astro rey. Del rojo torno al morado y el horizonte se coloreó de amarillo mientras una bola de fuego se abría paso lentamente entre las nubes que quedaron del día pasado. Finalmente del morado fue apareciendo el azul celeste, y el sol fue ocultado por una masa de nubes que parecían traer agua. Ambos de forma inconsciente nos agarramos de la mano que estaban en un punto neutral entre nosotros. Nuestras miradas… se perdieron en lo más profundo de los ojos del otro estudiando la pupila, ventana del alma al parecer gemelas e incomprendidas. Pero en el interior del habitáculo una vibración acompañada de una canción maquina a toda potencia rompió la magia que nos envolvía. El teléfono seguía reclamando atención nuestra, pero ante la imposibilidad de recuperar la magia de la escena, contesté a la llamada. Los desaparecidos fueron los artífices de aquella inoportuna interrupción. Después de colgar y maldecir, regresamos a la casa, donde esperaba la pareja para darle la sorpresa a la anfitriona y patrocinadora de la escapada. Una pequeña tarta de chocolate reposaba en la mesa de roble macizo con dos números de cera y un par de bolsitas. Después de soplar las velas y varios intentos de foto, me eché en la parte de arriba para recuperar un poco del cansancio que me invadía, aunque no era consciente de ello. Tardaron una hora más o menos en recoger la casa y lavar  los platos. Y cuando acabaron él subió para despertarme del sueño en el que me sumía, repitiendo la experiencia del amanecer. Coloque el sillón donde había estado durmiendo y los dos bajamos. Cogí las llaves y lleve las pocas cosas al coche. Luego los tres ocupantes restantes tomaron posiciones de nuevo y tras poner el motor en marcha abandonamos aquel pueblo hasta la próxima vez que el destino nos llevara allí.
Durante el viaje por aquella carretera a la que había terminado por coger ojeriza, no se hizo tan larga como a la ida, aunque empecé a circular deprisa al poco de dejar atrás el viejo letrero que indicaba el límite del pueblo. La llegada a la gran ciudad suponía el final de aquella aventura, divertida y extraña. Aunque la cosa deparaba otra sorpresa. Después de dejar a la parejita en casa de un familiar de la anfitriona. Circule por las calles de Ciudad Real hasta llegar a la urbanización de ella donde detuve el coche en la puerta de la verja. Su madre la esperaba a la una, y gracias a mi pericia y temeridad al volante llegamos con varios minutos de antelación. Ella me miro con esos ojos marrones intensos y su sonrisa más bonita que jamás había visto, se inclinó ligeramente y me besó en la mejilla. En ese momento, en el que me creí una persona carente de emociones, el corazón me dio un respingo que se hizo notar en todo mí ser. Un tímido rubor tiño nuestras mejillas, más evidentes en mí debido a mi tez pálida pero en ella también era perceptible. Su madre asomó por la puerta en el momento en el que ella cerraba la puerta del coche. Desde el interior alce la mano en ademán de saludo hacia la madre de la chica, la cual me devolvió el saludo y después dirigió una mirada a su hija que irradiaba felicidad. Pero cuando volvió a alzar la mirada el coche había desaparecido de la calle