poemas de amor Crazzy Writer's notebook: [La doncella]

12/9/12

[La doncella]

Una carroza oscura de cuatro caballos de negro pelaje, gran tamaño, patas ardientes y ojos rojos como las llamas de sus zapatos. Alguien aguarda sujetando las riendas. No pueden ver el rostro. La noche es fría aunque existe un halo rodeando a la carroza en los que la nieve ha quedado derretida. Parte la carroza en el más atronador de los sigilos. Se desvanece en una nube de sombra. Nadie en el pueblo se atreve a salir. Dan su alma por perdida.

[Horas más tarde]
 
Una sombra atraviesa el desierto conocido como el Yermo. Una enorme verja se entre intuye en la oscuridad. Cerrada guarda al otro lado, en el siniestro, un enorme perro. Sus ladridos estremecen a todo aquel que escuchan tan solo su eco, pero ante el paso de la carroza, aquella espantosa criatura tricéfala no hace sino agacharse y enmudecer. Continua su paso, raudo por las tierras muertas. A través de las ventanas se cuela una luz anaranjada. El silencio es ensordecedor, ni siquiera se escuchan los cascos de los caballos. Descendiamos por abruptos caminos. Llevaba horas sentada alli. La velocidad decrecía. Parecían llegar al destino. Pero, ¿quién la reclamaba? ¿Que buscaba?
 
Una laguna se vislumbraba en la lejanía, parecía tranquila.  A la siniestra, un castillo, sin torres, pero lleno de ventanales. Una sombra contemplaba desde arriba el fluir de las almas errantes, a la deriva. El carruaje detenido. Baja una figura en negro embozada. Su caminar es lento. En la sala principal de aquella edificación en medio de la nada, reinaba la oscuridad. Silencio. Olía a eternidad. El final del paso del tiempo. Presa la sombra quedaba, guardada por dos seres sin rostro. Ninguna palabra. Solo estaban junto a ella. Del piso superior surgió una voz profunda. El eco resonaba por toda la estancia. Sosegada. No tenía prisa alguna por terminar sus frases. Una sombra tenue al contraluz de las llamas de una vela se acercaba por las escaleras. Elegante. Cortes. Educado. Elocuente. Sus palabras parecían vanas, sin sentido pero atraían la atención. Se aproximaba. Las dos figuras que la escoltaban se pusieron firmes en su presencia. La presa, se inquietaba. Sus palpitaciones se aceleraban. Estaba nerviosa ante las dudas y el temor que la envolvía. La tomaban sin piedad. Estaban a menos de dos metros pero seguía con su discurso. Por primera vez pareció sonreír. Mostro unos dientes blancos en una sonrisa afable. Un gesto con la mano. La sala quedó cálidamente iluminada por unas velas. Las sombras desaparecieron con la luz.
 
-{¡Vaya!}- pensó mientras miraba de nuevo.
 
Observó aquella sala. La había imaginado llena de telas de araña, lúgubre, sombría y tremendamente fría, pero para nada se acercaba a la realidad. Varios muebles de madera oscura adornaban los rincones, estanterías con libros, las mejores obras de la literatura universal. Se fijó un poco más. Y al ver sus títulos se sorprendió. Aquellos títulos que la santísima inquisición quemaba en las hogueras. Obras prohibidas. Dos butacas no quedaban lejos de una chimenea de azules llamas. Parecían forradas en piel. Piel blanca. Cálidas alfombras. Y pinturas en las paredes que no tenían ventanas. Parecía ser un alguien cuyo estatus anduviera muy por encima del de ella. No solo en el tiempo que se le había concedido, sino en su clase social. Su anfitrión poseía un titulo de archiduque enmarcado encima de la chimenea.
 
-{Archiduque de la nada}- pensó para sus adentros pero la respuesta que recivió la dejó helada.
 
-Soy archiduque de los infiernos- Dijo con aquella voz de terciopelo. - Y vos, sois mi invitada, si así es vuestro deseo.-
Se dirigió hacia la chimenea y redujo el tamaño de las llamas, y al igual que las velas, le bastó un suave gesto con la mano.
 
-Cientos de nombres poseo, y el vuestro creo que ya me ha sido revelado. Podréis pasear por la casa con total libertad, seguiréis una vida de lujos y comodidades. Pero si deseáis regresar, Minerva, decídmelo y yo mismo os devolveré a vuestra tierra. La única condición es... que habréis de pasar la eternidad a mi lado-.
 
 
Minerva estaba petrificada en medio de la sala. Contempló por la ventana aquella inhóspita tierra. Entonces recordó su casa. Una villa de las tierras altas. Los arboles. El sol. Las estrellas en las noches claras. La mirada compasiva de Astaroth, la contemplaba en silencio. Mantenía su pose elegante, tranquila. Pero en su interior moraba un algo que le hacia sentir intranquilo. Minerva continuaba con sus recuerdos, sopesando la proposición que él le había propuesto tan galán. Recordó también a su señora. Y a su señor. Sus mandatos. Sus trabajos. Sus penurias. También dibujo el rostro de su hermana. Condenada al igual que ella a pasar su vida a las ordenes de sus señores. Aquella imagen colmó sus ojos de lágrimas que brotaron lentamente de sus ojos claros. Astaroth intuía aquella reacción. Se aproximó a ella lentamente y le tendió un pañuelo de seda negra.
 
-No os preocupéis por vuestra hermana, si así lo queréis puede venir con vos a este castillo-. Su voz era consoladora. -Pedidme lo que deseéis, y mirare lo que puedo hacer para satisfaceros, dentro de un orden- Su figura esbelta estaba junto a ella. Sus brazos la sujetaban con suavidad.
 
Minerva miró a los ojos de su anfitrión, por primera vez sus miradas se toparon, y en aquel momento, Astaroth supo cual sería su respuesta.
 
F I N



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