[Horas más tarde]
Una sombra
atraviesa el desierto conocido como el Yermo. Una enorme verja se entre intuye en la oscuridad. Cerrada guarda al otro lado, en el siniestro, un
enorme perro. Sus ladridos estremecen a todo aquel que escuchan tan solo su
eco, pero ante el paso de la carroza, aquella espantosa criatura tricéfala no
hace sino agacharse y enmudecer. Continua su paso, raudo por las tierras
muertas. A través de las ventanas se cuela una luz anaranjada. El silencio es
ensordecedor, ni siquiera se escuchan los cascos de los caballos. Descendiamos por abruptos caminos. Llevaba horas sentada alli. La velocidad decrecía.
Parecían llegar al destino. Pero, ¿quién la reclamaba? ¿Que buscaba?
Una laguna se
vislumbraba en la lejanía, parecía tranquila.
A la siniestra, un castillo,
sin torres, pero lleno de ventanales. Una sombra contemplaba desde
arriba el fluir de las almas
errantes, a la deriva. El carruaje detenido. Baja una figura en negro embozada. Su caminar es lento. En la sala principal de aquella edificación
en medio de la nada, reinaba la oscuridad. Silencio. Olía a eternidad. El final
del paso del tiempo. Presa la sombra quedaba, guardada por dos seres sin rostro.
Ninguna palabra. Solo estaban junto a ella. Del piso superior surgió una voz profunda. El eco resonaba por toda
la estancia. Sosegada. No tenía
prisa alguna por terminar sus frases. Una sombra tenue al contraluz de las
llamas de una vela se acercaba por las escaleras. Elegante. Cortes. Educado. Elocuente. Sus
palabras parecían vanas, sin sentido pero atraían la atención. Se aproximaba. Las dos figuras que
la escoltaban se pusieron firmes en su presencia. La presa, se inquietaba. Sus
palpitaciones se aceleraban. Estaba nerviosa ante las dudas y el temor que la envolvía. La tomaban sin piedad. Estaban a
menos de dos metros pero seguía con su discurso. Por primera vez pareció sonreír. Mostro unos dientes blancos en una sonrisa afable. Un gesto con
la mano. La sala quedó cálidamente iluminada por unas velas. Las sombras
desaparecieron con la luz.
-{¡Vaya!}- pensó mientras
miraba de nuevo.
Observó aquella
sala. La había imaginado llena de telas de araña, lúgubre, sombría y
tremendamente fría, pero para nada se acercaba a la realidad. Varios muebles de madera oscura
adornaban los rincones, estanterías
con libros, las mejores obras de la literatura universal. Se fijó un poco más. Y al ver sus títulos se sorprendió. Aquellos
títulos que la santísima inquisición quemaba en las hogueras. Obras prohibidas.
Dos butacas no quedaban lejos de una chimenea de azules llamas. Parecían forradas
en piel. Piel blanca. Cálidas alfombras. Y pinturas en las paredes que no tenían
ventanas. Parecía ser un alguien cuyo estatus anduviera muy por encima del de
ella. No solo en el tiempo que
se le había concedido, sino en su clase social. Su
anfitrión poseía un titulo de archiduque
enmarcado encima de la chimenea.
-{Archiduque de la
nada}- pensó para sus adentros pero la respuesta que recivió la dejó helada.
-Soy archiduque de
los infiernos- Dijo con aquella voz de
terciopelo. - Y vos, sois mi invitada, si así es vuestro deseo.-
Se dirigió hacia la chimenea y redujo el tamaño de las llamas, y al igual que las velas, le bastó un suave gesto con la mano.
-Cientos de nombres
poseo, y el vuestro creo que ya me ha sido revelado. Podréis pasear por la casa
con total libertad, seguiréis una vida de lujos y comodidades. Pero si deseáis regresar, Minerva, decídmelo
y yo mismo os devolveré a vuestra tierra. La única condición es... que habréis
de pasar la eternidad a mi lado-.
Minerva estaba
petrificada en medio de la sala. Contempló por la ventana aquella inhóspita
tierra. Entonces recordó su casa.
Una villa de las tierras altas. Los arboles. El sol. Las estrellas en las noches claras. La mirada compasiva de
Astaroth, la contemplaba en silencio. Mantenía su pose elegante, tranquila. Pero
en su interior moraba un algo que le hacia sentir intranquilo. Minerva
continuaba con sus recuerdos, sopesando la proposición que él le había
propuesto tan galán. Recordó también
a su señora. Y a su señor. Sus mandatos. Sus trabajos. Sus penurias. También dibujo el rostro de su hermana. Condenada al igual que ella a pasar su vida a las ordenes de sus
señores. Aquella imagen colmó
sus ojos de lágrimas que brotaron lentamente de sus ojos claros. Astaroth intuía aquella reacción. Se
aproximó a ella lentamente y le tendió un pañuelo de seda negra.
-No os preocupéis
por vuestra hermana, si así lo queréis puede venir con vos a este castillo-. Su
voz era consoladora. -Pedidme lo que deseéis, y mirare lo que puedo hacer para
satisfaceros, dentro de un orden- Su figura esbelta estaba junto a ella. Sus
brazos la sujetaban con suavidad.
Minerva miró a los
ojos de su anfitrión, por primera vez sus miradas se toparon, y en aquel momento, Astaroth supo cual sería su respuesta.
F I N
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