poemas de amor Crazzy Writer's notebook: El humo desprendido por los cigarrillos

16/1/12

El humo desprendido por los cigarrillos

El humo desprendido por los cigarrillos formaba una densa nube alrededor de una de las mesas en torno a la cual cientos de ojos quedaban pendientes. Pequeñas figuras yacían en uno de los bordes, contemplando la impasible lucha que se libraba a escasos centímetros de ellas. Otras, aquellas que todavía en pie quedaban, esperaban su turno para ser movidas. El silencio reinaba en aquella sala. Nadie decía nada. Ni siquiera un murmullo se atrevía a salir de nuestras bocas. La concentración era absoluta y demasiado importante como para quebrarla. De pronto un sonido nos sobresaltó a todos. Un golpe seco. El quejido de la mesa de mármol bajo el peso de la mano grande y robusta, acompañado de feroces maldiciones llenas furia en un idioma extraño, del contrincante de inmensas dimensiones.
Los pocos que teníamos acceso directo a la mesa, contemplamos el tablero y la posición las piezas que quedaban en pie. Algunos murmullos se levantaron. Tal y como aquel temía, su rey quedó por completo acorralado. Una enorme figura con forma de muralla, cortaba el paso del rey, mientras que dos peones le hacían muerte bajo la protección de un caballero y un consejero. El resto de posibilidades quedaban anuladas por la posición de su propia corte. El negro sobre el blanco, otra vez. Al otro lado de la mesa, una joven. De aspecto tranquilo, le avisó el jaque mate sin inmutarse ante el bufido de aquel que consideraba por completo derrotado. Nunca me consideré buen jugador de ajedrez, es más lo encuentro aburrido. Por muy milenario y misterioso que sea su origen.
Terminada aquella sanguinaria batalla era la hora de regresar de nuevo a casa. Tras la rugosa y vieja puerta el ambiente era frio y húmedo. La noche quedaba bien entrada y a lo lejos llegaban los ecos del reloj del ayuntamiento dando las doce campanadas de la medianoche. Otro día más en aquella pequeña villa alejada de la mano del creador. Pateé por las calles mientras aquella humedad congelada barría mi cara y enfriaba mis ideas. Tras varios minutos de intensa calma, solo rota por el crujir de la nieve bajo mis pies, llegué al hostal en el que me alojaba. Los pasillos eran estrechos, oscuros y olían a una mezcla de humedad, carcoma y orina. Pero mi sueldo de funcionario no daba para más. Tras pelear con la puerta de mi habitación, me adentre en la oscuridad que en ella reinaba, y me tendí en la cama. Le di mil vueltas a la partida, memorizada al segundo, no era la partida lo que más me llamaba la atención. Pensando y pensando me fui sumiendo lentamente en un profundo sopor del que no conseguí librarme hasta primera hora de la mañana. Tras cambiarme de ropa, y darme una fría ducha en el único baño del hostal, salí a la calle enfundado en mi gabardina y cubierto mi rostro por un sombrero oscuro. El viento te cortaba como afiladas cuchillas, y el sol quedaba oculto tras blancas nubes que amenazaban nieves para no más tarde del medio día. Entré en mi pequeño despacho, como cada mañana, a la espera de algún caso que la policía fuera incapaz de resolver o de algún marido engañado que buscaba las pruebas que ya intuía. El último caso cerrado aportó cerca de diez mil dólares, todo un pellizco. Por lo que ahora tocaba esperar y rellenar algunos papeles. Meras formalidades que la policía requería para llevarte la pista de lo bueno que eras en tu trabajo. Rodeado de papeles el escritorio y harto de escribir decidí tomarme un pequeño y fugaz descanso. Busqué entre los cajones y di con un pequeño tesoro que gustaba mi compañero para ocasiones más especiales, pero bueno... un poquito no haría mal. Saqué del cajón un pequeño baso, y una botella chata de transparente cristal. Vertí en él una pequeña cantidad de líquido transparente y volví a guardar la botella. De nuevo en la mesa, junto a la máquina de escribir, di un pequeño trago a esa bebida. El sabor era fuerte, pero terminaba dejándote un gusto dulzón en la boca, no entendía como mi compañero podía beber semejante mejunje. Enterrado en los papeles de nuevo, y machacando las duras teclas de mi máquina de escribir, con su envolvente ruido taquigráfico, me desentendí del resto del mundo.
Unos golpes desviaron mis ojos de las teclas, alguien tras la puerta reclamaba la atención del que dentro se encontraba. Y no era mi compañero porque él poseía un juego de llaves. Me levanté poseído por la curiosidad. El cristal traslúcido dejaba entrever una figura que aguardaba con impaciencia. Una chica, embozada en un grueso abrigo de lana. La ofrecí asiento, pero ella prefirió quedarse de pie por el momento. Su cara me sonaba, pero no sabía de qué. Se quitó el abrigo, dejando ver ropa más ceñida y de colores apagados. Me senté al otro lado del escritorio a la espera de que empezara su historia. Después de colgar el abrigo se sentó lentamente con las piernas entre lazadas, y las manos sobre su regazo.
-¿Qué puedo hacer por usted?- decidí forzar la conversación. Ella me miro con aquellos atractivos ojos azul intenso, y tomo aire.
- Mi nombre es Violeta, y creo que han asesinado mi padre. He oído que usted es un gran detective, y mucha gente lo ha confirmado. Además parece un hombre discreto, y tiene cara de buena persona. He traído toda la información que me ha sido posible sin llamar demasiado la atención. Y espero que usted pueda ayudarme.- Su voz era dulce y suave, aunque era cierto que existía una gran tristeza y desolación escondida en aquella voz de acento inglés forzado, parecido al mío supongo.
-Bien, de acuerdo, investigaré la desaparición de su padre. Pero para ello me tendrá que contar hasta el detalle más ínfimo que se le ocurra.- Me sorprendió el tono calmado de mi propia voz, sin duda era un caso que daría problemas pero que no podía negarme a resolver. Mi propia moral lo impedía. 
–Comencemos desde el principio, si le parece. Por cierto, mi nombre es Héctor.- A ella se le escapo una pequeña sonrisa, breve y casi invisible.
-Bien. Mi padre y yo vivimos en Ginebra. Tras el fallecimiento de mi madre, él se encerró en las matemáticas, supongo que para mantener la mente lejos de su recuerdo. Es un gran matemático, lo que nos permitió mudarnos a Nueva York cuando le ofrecieron un trabajo en unos laboratorios de investigación. Trabajó para la armada en numerosos proyectos que escapan a mí conocimiento, en el más sólido de los silencios, incluso me llevó a colegios donde estaba interna durante el curso. Cuando terminé, me gradué en la universidad de Nueva York, pero parecía que se había olvidado de mi existencia. Él seguía absorto en sus trabajos. Nos distanciamos cada vez más, incluso llegué a marcharme de su lado y el no hizo el menor intento por evitarlo. Ya hace cuatro años de aquello, pero hace cosa de dos semanas recibí esta carta de condolencias, donde explican escuetamente el accidente mortal que ha sufrido mi padre-. Algunas lágrimas recorrían aquel rostro marmóreo esculpido con la mayor de las delicadezas.

Sacó del bolso un sobre blanco con sellos oficiales. Y me lo pasó a través de la mesa. Lo observé desde la distancia, después lo tome y miré en su interior. Una carta fechada el 16 de Noviembre 1954, escrita sobre un papel blanco de bastante buena calidad. Con caligrafía cuidada y palabras escogidas con el mayor de los cuidados. La sintaxis compleja creaba dificultades para comprender lo que decía, pero a pesar del cuidado con el que estaba escrito, tras leer la carta, se apreciaba como algo no encajaba en aquel escrito pero no sabía decir el por qué. La puerta se abrió con estruendo y ambos volvimos la mirada. Junto a ella, mi compañero. Su apariencia no era la de un detective precisamente, más bien como el de alguien al que han pegado una fuerte paliza. Se quedó paralizado, contemplando a la chica que aguardaba en la silla. Creo que él también quedó encandilado por su misterioso atractivo. Y ante el silencio que se adivinaba cercano, intervine.

-Este es mi compañero, Sean. Y… por lo que veo viene de incognito-. No pude evitar una sonrisa que poco a poco se fue pintando en mi rosto. -Parte del trabajo de un detective, y no es el más agradable de todos, se lo aseguro- me levante y le tendí la nota. –Hay algunas cosas que no terminan de encajarme pero no sé por qué, echa un ojo y dime qué ves-.
Sean se colocó las gafas para leer y dio un barrido con la mirada. Después en una hoja comenzó a escribir bajo la estupefacta mirada de ambos. Me dejó el papel que había escrito y nos explicó el codigo de cifrado del mensaje que ocultaba. Por lo que no era difícil intuir que esa carta no era lo que aparentaba. Pero lo que en esa nota se decía, tenía connotaciones peores que la muerte. Al parecer el buen matemático, incluso en el mayor de los anonimatos, era conocido. La carta. El mensaje. Los proyectos. La lucha que ahora se libraba entre las dos potencias más poderosas del globo. Ahora con el mensaje de la mano, Violeta  (así dijo que se llamaba) temblaba con la cara desencajada por el horror. Alguien la quería, y no por amor. En ese momento me surgió una pregunta, ahora recordaba donde había visto aquella cara.
-¿Usted jugó ayer al ajedrez?- Las piezas se ordenaban poco a poco. A su aire, pero ya casi estaba completo y no pintaba nada bien. Ni para ella ni para ninguno de nosotros. Ella me miró con los ojos desorbitados. –Sí, jugué ayer. Gané utilizando una táctica que aprendí de mi padre.- Entonces abrió más los ojos al recordar a su contrincante Mijaíl Chigorin gran GM ruso. Mi siguiente pregunta, aun de respuesta conocida, era necesaria asique no demoré demasiado la cuestión. –Y… esa técnica la conocía alguien más aparte de usted y su padre- Ella movió la cabeza con ademán negativo y después hablo entre susurros. –Esa estrategia la diseño mi padre, basándose en una teoría matemática-.
Bueno ya estaba la imagen pintada sobre el lienzo. Si su padre trabajó para la armada en algún código o arma, seguro que pretenden usarla contra los rusos en esta guerra que se advierte inminente. Y seguramente provocaron aquel accidente y fingieron su muerte para secuestrarlo. Y con la tecnología que hay ahora… no habrá sido difícil dar con su hija. Posiblemente la buscan como punto de presión para el matemático y que este les dé el código. Por lo que hay que sacarla del país y esconderla, pero seguro que ya están aquí. Posiblemente aquel ataque de furia no fuera más que una señal. Porque al fin de cuentas, esa técnica era como su sello de identidad. Y en aquella sala podía haber perfectamente doscientas o trescientas personas, y seguro que agentes del KGB camuflados o algo del estilo. La cosa no pintaba nada bien y ahora estaba metido de lleno en aquella “partida” de ese odioso juego llamado Ajedrez.


2 comentarios:

  1. Ajedrez y violetas... y un relato entre miles.

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    1. Gracias XD, yo espero que por lo menos mientras lo leias hubiese consegido transportarte a otro lugar

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