poemas de amor Crazzy Writer's notebook: El viaje (parte 5)

16/8/11

El viaje (parte 5)


El reloj marcaba las doce de la noche, hora de los monstruos y bestias, y una ahora circulaba discreta por las abarrotadas calles de la ciudad. El tráfico era un poco denso a pesar de la hora, pero según nos encaminábamos hacia la autovía parecía irse diluyendo poco a poco. Un poco antes de entrar en la autovía, una lucecita amarilla se encendió en el salpicadero, lo que indicaba que habría que hacer una parada antes de lanzarnos por la oscuridad de la noche. Paré en la primera gasolinera y tras enchufar la manguera al depósito y dejar correr el preciado combustible, paso un trecho antes de que se cortara el suministro, miré en el surtidor y me prepare para el sablazo que me darían en caja. Dentro, esperando en una larga cola, navegaba por los recuerdos en busca del detonante que me había conducido a aquella aventura. Un beso. Una celebración de cumpleaños. Un sentimiento reprimido desde tiempo atrás. Una oportunidad frustrada, quien sabe si de forma premeditada, por un sonido melódico rítmico que surgió de la nada. Una vibración nacida en mi pierna me sacó de aquella cadena de… imágenes, al ver que la música sonaba desde mi teléfono móvil. Torpe y con el pulso acelerado del susto contemple la pantalla. El corazón me dio un vuelco que podría haberlo cambiado de ubicación si no llega a ser por los pulmones. La respuesta de mi pregunta ahora estaba iluminada en la pantalla y esperaba a escuchar mi voz. Con un hilo por voz respondí intentando aparentar indiferencia.

-¿Si?- las manos me empezaron a temblar cuando al otro lado de la línea ella respondió, -Hola, ¿te he despertado?, lo siento- Estaba en una gasolinera, dispuesto a atravesar media España para verla, por lo que no tenía intenciones de dormir. – No, estaba… leyendo, ¿qué querías? -.Un silencio. No había que ser un genio para notar que estaba nerviosa y buscaba palabras apropiadas. –Bueno… yo… ¿Qué tal?, que como no te has dejado ver…- sin duda eso era improvisado y no tendría mucho que ver con el punto principal, pero intente por todos los medios seguir la conversación pero…, sorpresa, Mr. Hyde al ataque, - Bueno, la verdad es que he estado pensando en ti, pero…- Un sonido de sorpresa pareció sonar al otro lado y después un pitido anunció el final de la comunicación. Impresionante, es increíble la inoportunidad de las palabras, pero ahora otra voz me reclamaba. Un señor mayor reclamaba mi atención desde la caja. Dejé los reproches y pague la deuda que me ataba a ese lugar, setenta y seis euros de la gasolina. De nuevo en mi coche y la familiar música inspirándome partí de nuevo hacia la autovía. El motor rugía ante mis narices, las agujas corrían desbocadas por sus esferas, y una oscura carretera se extendía sobre los haces de luz del coche. Otra vez, como aquella vez. Un pitido surgió del ordenador de a bordo, indicando que el inhibidor estaba en funcionamiento haciéndome pasar por los radares como un fantasma. La autovía estaba despejada por lo que se podía correr sin perturbar a nadie. A ciento sesenta, la noche se veía muy hermosa y más oscura aunque esa sensación se iría incrementando con la velocidad. Mi intención era llegar allí sobre las seis de la mañana e ir ensayando mis palabras, pero ahora toda mi cabeza estaba pendiente en la carretera. Por los retrovisores solo se veía negro, y por delante, la señalización que brillaba a mi fugaz paso. Los grupos de rap sonaban en mis oídos con un eco extraño, mis ojos se iban adaptando cada vez más a la negrura. De una fugaz mirada por la ventanilla del conductor me percaté de un minúsculo detalle, pero que daba una atmosfera de lo más romántica. La luna había sido secuestrada del cielo, por lo que la oscuridad reinaba a sus anchas camuflando mi paso.

Un pequeño gusano de luces rojas apareció tras un cambio de rasante, lo que me obligo a reducir la velocidad de forma considerable. Al descender de marcha se agudizó el sonido del motor. Las agujas de luz cayeron al lado siniestro del tacómetro. En el carril de la derecha, una fila de tres camiones enormes. En el izquierdo varios coches haciendo intentos por adelantarlos, y no era difícil intuir que les llevaría unos kilómetros el conseguirlo. Aquí dos caminos emergieron en mi mente, el primero, ir empujando a los demás. Sugerido por las ganas de llegar allí; el segundo más coherente, dictado por el imperativo kantiano, guardar distancias y esperar el turno de volver a correr. Los cinco largos minutos circulando a velocidad humana se me hicieron eternos, pero por fin el BMW que me precedía empezó a sacarme distancia, en el otro carril otro coche, con un pequeño panel verde en la luneta, dejaba paso al otro que parecía tener muchas prisas y poco menos que se le iba comiendo. En ese momento un aire de Robin Hood empezó a invadir el habitáculo y el pie derecho empezó a hundirse de nuevo en el pedal, la distancia se iba acortando. La aguja marcaba ya los ciento cuarenta y tenía intenciones de seguir subiendo. El BMW no tardo en achantarse y retirarse al otro carril. Y aunque parezca mentira, no me sentí mejor. Pasado ya ese tramo, volví a volar por la autovía a velocidades increíbles, dejando atrás las luces de los otros coches.

Ahora yo era el amo y señor, nadie quedaba por encima de mí. Podía sentir los doscientos caballos del motor sin atadura ninguna. La adrenalina me inundaba, me sentía… perfecto. Mi mente vacía de todo pensamiento innecesario que no implicase la carretera, circunstancias, y posiciones. Todo se mostraba a cámara lenta, veía cosas que normalmente no se veían como diminutas señales en el horizonte, luces lejanas de coches que no tardarían en toparse con mi estela casi invisible. Parecía que el tiempo se había detenido. Todo el paisaje me parecía idéntico, absorbido por la inmensidad de la noche. Unos pequeños pinchazos empezaron a brotar desde las piernas, los brazos me pesaban más de lo normal y los sentía entumecidos, supongo que ante la monotonía del viaje. Desplacé la mirada fugazmente por el salpicadero en busca de aquellos segmentos resplandecientes. Las tres menos diez, sin duda el cansancio empezaba a hacer de las suyas por lo que lo mejor sería parar un rato y tomarse un café. Mientras yo pensaba para mí todo eso, mis ojos seguían mirando a través de la luneta, y no tardó en encontrar en la lejanía las luces rojas de una estación de servicio de Cepsa. A los pocos segundos estaba ya sobre el carril de deceleración reduciendo toda la energía del motor. Parado en la totalidad empecé a mirar a mí alrededor, las luces de la tienda estaban apagadas, y lo que por el día era un restaurante, ahora era una jaula. La reja estaba echada y en la puerta un cartel que recalcaba lo obvio, estaba cerrado. Con el alma en los pies y los parpados a medio cerrar una pequeña bolsa reclamo mi atención en el asiento trasero. Estaba cerrada con un nudo y podía deducirse lo que podía contener. Por el frágil plástico blanco se transparentaban tres pequeños botes azules con grandes letras rojas que les cruzaban. Solo con pensarlo parecía que el sueño retrocedía cobarde. Alcance la bolsa con cierta dificultad y desate el nudo de lazo, típico de mi padre. Salí del coche con uno de los botes y lo abrí con suavidad. Y de paso me acerqué al depósito, tendí la manguera y marque el presupuesto, veinte euros que seguro que vendrían bien, aunque el tanque estaba a la mitad. Eché un vistazo al cielo y brinde por el resto de la aventura, según el plano de carreteras quedaban como que unos seiscientos kilómetros que no tardaría más de cuatro horas en recorrer. Cuando el presupuesto estuvo agotado el flujo de combustible cedió con un golpe seco. Regresé la manguera a su sitio y reanude el viaje de nuevo. El cielo seguía oscuro pero se podían intuir ligeros cúmulos de nubes en el cielo que amenazaban con empezar a descargar, pero por fortuna aun estaban lejos.

Los carteles informativos se iban sucediendo a buen ritmo, y los kilómetros se veían reducidos con cada uno de ellos. Mantenía la velocidad elevada aprovechando la ausencia de conductores. El coche se desplazaba entre los carriles de forma sutil, tal y como yo le pedía, circulaba siempre por el lado rápido de acuerdo con los peraltes y la dirección de la curva. Las canciones seguían arrullando mis oídos e incluso me anime a tararear alguna. Podía sentir como el corazón aceleraba cada vez que rebasaba una marca de kilometro. Pero tras una curva cerrada, por el carril de incorporación apareció un nuevo haz de luz en el retrovisor. Aquel nuevo conductor comenzó a acelerar hasta ponerse a una distancia bastante pequeña de mi golf y comenzó a dar ráfagas de luz. En un principio estaba un poco confuso porque circulaba por el carril de la derecha y a una velocidad muy superior a la legal, por lo que no estaba pidiendo paso, de pronto recordé una conversación que escuche a un amigo de mi primo. Si alguien quiere retarte a una carrera se le dan ráfagas y se espera a una respuesta, pero para mi desgracia no comentó como rechazar la afrenta. La única idea que se me ocurrió fue cambiar de carril y reducir la marcha. El otro coche paso por mi izquierda pero en vez de dejarme atrás volvió a insistir. Había reducido su velocidad de forma considerable y en consecuencia la mía también, por lo que volví a hundir el pie en el pedal, y el golf respondió rápido y eficaz dejando atrás al otro coche. Me quede pensando que sin querer había aceptado aquel reto por lo que no tardaría en darme caza y dejarme atrás. Seguía cogiendo las trazadas interiores, aceleraba y cambiaba de carril, pero el otro coche seguía pegado a mi sin intención de adelantarme, simplemente seguía mi trazada a una corta distancia. Volví a subir la velocidad que ya pasaba de ciento noventa y tenía intenciones de seguir subiéndola, y para mi sorpresa funciono. El otro coche se quedo atrás. Mantuve la velocidad durante cinco minutos y después la fui reduciendo poco a poco. Ahora empezaba un tramo un poco irregular y empezaba a sentir el asfalto en el tacto del volante, pero gracias al los neumáticos anchos y la suspensión hidráulica que instale el día antes ese tramo paso como otro cualquiera.

En el horizonte empezaba a clarear a eso de las cinco de la mañana. Había parado a las cuatro y media para volver a repostar y reposar un poco la vista, y según mis cálculos todavía me quedaban unos doscientos noventa y pico kilómetros para llegar, lo que se traducía en dos horas largas a la velocidad actual. El cumulo de nubes que se distinguía en la madrugada ahora era más denso y grande, por lo que ver el amanecer seria un poco difícil, además en la carretera empezaban las incorporaciones de algunos coches cargados hasta el tope, supongo que familias que buscaban la playa durante las escasas vacaciones de las que disponían, por lo que la velocidad tubo que disminuirse de nuevo dentro de los límites razonables, más o menos. La aguja rondaba entre los ciento veinte y los ciento cuarenta, dependiendo de la densidad de tráfico. El motor V6 se hacía notar ante la ausencia de la música, con su monótono rugir. Con el paso de los minutos el cielo empezó a clarearse. Las nubes, que formaban un denso escudo, empezaron a variar sus colores en una gama de colores algo difícil de explicar, sin duda toda una maravilla. Pensar en este amanecer me traslado inconscientemente a aquella madrugada mágica en un pueblo perdido en un lugar de la mancha, donde mi dulcinea y yo confirmamos lo que sentíamos el uno por el otro sin mediar palabra ninguna. Durante todo este pensamiento, yo de forma automática había seguido conduciendo, y ahora a los viajeros playeros se le habían sumado algunos camiones. A lo lejos, un cartel rezaba que se moderara la velocidad con lluvia, mi primera reacción fue mirar el cielo, oscuro y repleto de grises algodones amorfos. Las primeras gotas golpearon la luna y, antes darme cuenta, los limpiaparabrisas estaban funcionando quitando el agua que ahora ocupaba toda la extensión de la luna. Encendí las luces antiniebla y reduje la velocidad. Eran las seis y media de la mañana, pero parecía haber caído la noche. El agua aporreaba con fuerza en la chapa y los limpias parecían no dar abasto. Las gomas producían un húmedo sonido con el asfalto que se unía a los ya existentes, sin duda era todo un contratiempo, de pronto dos rayos iluminaron el cielo ocupándolo con sus brazos caprichosos, y poco después un sonoro trueno se levanto por encima de todos. Sin duda era un día muy propicio para irse a la playa. Acababa de pasar por el cartel que anunciaba mi salida. Dejaba la radial como otro vehículo más, pero a pesar de la lluvia insistente en mi corazón todavía quedaba un pequeño resquicio para la esperanza de que solo fuera una tormenta pasajera. []

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